miércoles, 17 de diciembre de 2014

A favor del Buen Salvaje


Alguien hizo correr la noticia; el Buen Salvaje es un cuento. O sea, o no es salvaje (también le interesan los espejos, las hachas, los transistores o los IPods), o no es bueno (no es un ángel, no es pacifista, no es herbívoro), o no es ni lo uno ni lo otro.
Por eso, cada vez que a uno se le ocurre decir que en aquella selva o aquella isla hacen alguna cosa mejor que en la metrópolis, alguien le replica:
- No me venga con el cuento del buen salvaje.
Si uno se permite ideas ecológicas un punto más acá del desarrollo sostenible, alguien se sonríe y le dice:
- No me venga con el cuento del buen salvaje.
Y si pretende que los pueblos indigenas no tienen que ser convertidos en alguna otra cosa para bien del bien común, tiene que oir:
- No me venga con el cuento del buen salvaje.

O sea, el buen salvaje ya dispensa desmentidos, y de paso sirve para desmentir todo lo que se pueda asociar a él. Pero eso es otro cuento por méritos propios, o una coartada, o hasta un teorema, el teorema del cuento del buen salvaje, que se puede formular así: cualquier objeción que se haga a un futuro obligatorio denuncia la nostalgia por un pasado ficticio.

Habría que aclarar algunas cosas.

1. El buen salvaje (o el noble salvaje) es una noción muy antigua (cinco siglos garantizados) pero no tan antigua como la del salvaje sin más.



El salvaje a secas era un ser imaginario, más próximo al oso o al jabalí que al ser humano, desprovisto de todas las ventajas que, supuestamente, sólo la civilización aporta: lenguaje articulado, buenos modales, ideas, techo, cama y mesa. Al encontrar a los salvajes de carne y hueso, algunos agentes de nuestra civilización (incluyendo uno u otro que habían ido allí precisamente a civilizar a los salvajes) se encontraron con que ellos ya tenían todo eso. A veces más, y siempre mejor repartido de lo que era común entre civilizados. La noción del buen salvaje no fue nada más que el honesto testimonio de esa experiencia.



2. Inexplicablemente, "salvaje" -que en principio significa no más que "habitante de la selva"- continúa sonando a insulto, a pesar de que de cada mil atentados que cualquiera puede padecer en este planeta, más de novecientos noventa y nueve proceden de las ciudades. El despropósito llega al punto de que cuando una ciudad llega a extremos de ruido, suciedad y desorden, se dice que es "como una selva". Esa es la mayor calumnia contenida en el léxico corriente, y como la selva no tiene representante legal no hay nadie que la denuncie. Seguiré usando la palabra salvaje en el sentido adecuado, ignorando esa calumnia.

3. El buen salvaje es eso: el buen salvaje. No el mejor salvaje posible ni el salvaje superándose constantemente a si mismo. Esos superlativos son propios de la civilización, que gasta infinitos recursos para llegar a ellos. Con resultados, confesémoslo, no del todo satisfactorios.



Así que, incluso si el buen salvaje no llegase a ser tan bueno como el buen civilizado, habría que decir que presenta una mejor relación calidad-precio, y una mejor adecuación entre lo que se ofrece y lo que se da.

4. Hay que diferenciar al buen salvaje del salvaje perfecto, que es más bien lo contrario del buen salvaje.



El buen salvaje vive de un modo diferente, que nos puede gustar o no, convenir o no, pero del que vale la pena aprender algo. El salvaje perfecto (o sea, angelical, pacífico y herbívoro, además de desnudo) es por el contrario una proyección de nuestros valores: implica que la civilización que hemos construido es tan excelsa que la única alternativa que cabe a ella es el Paraíso Terrenal. Ya sería bastante que no se volviese un basurero planetario.

5. Mientras los expertos en desarrollo no lo remedien hay, en pleno siglo XXI, gente que vive en y con la selva, por lo tanto salvajes en el sentido original. Y aún hay, desde luego, predicadores empeñados en que por ello viven en el pecado o en la barbarie. Pero son pocos comparados con los que opinan que son simplemente pobres o excluidos; defenderse de los primeros es mucho más fácil que defenderse de los segundos.



6. Un buen salvaje puesto en un campo de concentración, una leprosería o una barriada de chabolas, o desgastado por las epidemias o la destrucción de sus medios de vida, no es un buen ejemplo de buen salvaje, aunque por desgracia sea el ejemplo más fácil de encontrar: ha sido la consecuencia más corriente de los intentos por sacar al salvaje de su pobreza y su exclusión. Buena parte de los argumentos contra la noción del buen salvaje se basan en constatar que en esas condiciones el buen salvaje deja mucho que desear. Es, reconozcámoslo, un modo muy viciado de argumentar.



7. Si hay salvajes en el siglo XXI, son nuestros contemporáneos y no habitantes del pasado: o sea, no hay razones para pensar que apreciar sus modos de vida sea nostálgico.

8. Como la nostalgia del futuro parece un concepto contradictorio, no se sabe cómo calificar a los que, por mucho que discorden del estado actual de las cosas, esperan que todo se arregle si aceleramos el paso, por el mismo camino que llevamos, sin retroceder ni acortar el ritmo. Inexplicablemente, mientras "salvaje" sigue pareciendo un insulto, "progresista" sigue siendo un elogio.

9. Denunciar el cuento del buen salvaje es un pasatiempo para nostálgicos aferrados a un futuro que ya no es lo que era. Más les valdría prestar más atención a otros cuentos.












miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los salmones son gente como nosotros


Había que hacer algo. Las escuelas se han vuelto anti-autoritarias, o practican sólo un autoritarismo vergonzante; el servicio militar obligatorio ha pasado al recuerdo en buena parte del mundo. Así que había que hacer algo para que el ciudadano no olvide que, en algún punto profundo de su ser, es un peón numerado, contabilizado, uniformado, agrupado en hileras, bloques y escuadrones, y listo para ser conducido a su destino. Una Gran Disciplina que tenga cara de Gran Disciplina. El Gobierno Planetario llevaba varias horas reunido para tratar de la cuestión, sin que ninguna decisión se tomase.
- ¿Qué le vamos a hacer? A la gente ya no le gustan los desfiles. Ni las procesiones…
- Pues sí...

No se veía ni el túnel antes de la luz cuando un becario tuvo una idea brillante:
- ¿Qué tal los viajes en avión?
Los miembros más antiguos del consejo dudaron... ¿el avión? ¿Volar no es un viejo sueño de libertad, volar como los pájaros o los ángeles, ver las cosas desde arriba?
El becario acudió en su ayuda:
- Bien, nosotros siempre tendremos la Primera Clase…

Unos años más tarde, el éxito ha sido total. Si le aburre este mundo pos-moderno y quiere usted sentir el gustillo de un régimen totalitario, basta ir al aeropuerto más próximo.
Allí, ciudadanos hechos a la idea de que viven a su bola conocen por fin la Disciplina. Pasan horas tiesos, avanzando a pasos lentos, de una cola a otra: para facturar, para entregar el equipaje, para pasar el examen de seguridad, el control de pasaportes, embarcar, ir al baño. No colas rectas, sino esas colas en laberinto donde se dan vueltas y más vueltas, y una y otra vez se ven pasar en sucesión los rostros pertenecientes a las espaldas que antes se perdían en el horizonte, izquierda derecha, detrás delante, izquierda, derecha, detrás, delante. Al llegar al control se quitan cinturones, botas, o todo lo que la sabiduría de las alturas exija, se cuadran ante el director de metales, pasan por scanners que los desnudan y son despojados de cortauñas, botellas de agua y cerillas si no han sido capaces de evitarlos. Un uniformado les echa la bronca:
- ¿No sabe usted que esto puede ser peligroso?
Si algo falla en el sistema montan guardia durante horas y más horas, noche y día, como soldados en campaña, durmiendo donde pueden con la cabeza apoyada en su equipaje, sin que nadie les diga qué está pasando (alguien debe saberlo y debe estar tomando las medidas necesarias). Al entrar en el avión se despoja al viajero del último residuo de su individualidad: tiene que apagar el móvil, y después se le hace sentar en posición de firmes. Los ingenieros del low cost están pensando mejores modos de democratizar los aviones: filas de sillines, pasajeros sostenidos por perchas como chaquetas en un armario, y otros recursos que puedan aumentar la capacidad de carga.
No hay cómo exagerar lo que el transporte aéreo ha hecho por volver tangible el huidizo concepto de igualdad. La clase media a la que le que gustaba volar para sentirse por encima de sus semejantes ha tenido que aprender a ser humilde y apretarse en las alturas. La clase obrera, acostumbrada a apelmazarse en el metro y a fichar, aprende que las colas no son un recuerdo de la miseria y la explotación, sino la felicidad que por fin está al alcance de todos.
Porque lo esencial de esa disciplina reencontrada es que es voluntaria. No es como la vieja mili en la que se blasfemaba del sargento. Esto es algo que se quiere, hasta se codicia, quién no quiere viajar. Aunque sea breve, este desfile se repite una y otra vez, sin límite de edad, objeción de conciencia ni deserciones; los ciudadanos se endeudan, si es necesario, para participar en él.
- Pues si a usted no le gusta viajar en avión, quédese en su pueblo.
- También es verdad.

Pero no sé, no sé... Iba yo embarcando por el finger de un aeropuerto; el avión salía de madrugada, con horas de retraso. Había una azafata plantada en medio del largo corredor y la corriente de pasajeros avanzaba en dos filas a la luz mortecina de los neones, avanzaba a pasitos cortos, en silencio, hacia una puerta que no conseguíamos ver aún. Me pareció que ya había tenido esa misma sensación hace mucho: sí, claro, en aquel viejo videoclip de The Wall, de Pink Floyd, donde filas de escolares uniformados, y con máscaras que les hacen parecer cerditos, avanzan por pasillos siniestros hasta caer en una trituradora de carne. Mi imaginación estaba exagerando, desde luego.
- Tampoco es para tanto.
Fue entonces cuando me fijé en la propaganda que adornaba los lados del corredor. Era un anuncio del banco HSBC que forraba toda la pared del corredor y decía lo siguiente:
En el futuro, la cadena de producción y la cadena alimentaria serán lo mismo



Ilustraba esa frase con fotografías de salmones con un código de barras impreso en el flanco, que avanzaban con nosotros, ordenadamente, en dirección al avión. Nadie lo miraba, casi todo el mundo iba atento a su móvil, que tendría que apagar poco después.
- ¿Y eso qué quiere decir?
Los del HSBC y sus clientes deben saber lo que quiere decir. Lo que dice sin querer (?) está al alcance de cualquiera. O no. Los proletarios levantiscos de hace unas décadas estaban convencidos de que los capitalistas eran ogros alimentados con su carne y su sangre, así que esa propaganda les habría parecido demasiado sincera, pero obvia. Sus descendientes han echado a un lado esos miedos reactivos y mientras avanzan miran con codicia en sus pantallas las inmensas posibilidades que les abre el mundo hiperconectado. Todo un banquete.
El salmón tiene mucho futuro en la propaganda, porque es un pez-alegoría: exquisitez de lujo que se ha democratizado, animal vigoroso que remontaba corrientes en honor a su libido: fotos de ese pasado salvaje suelen decorar los paquetes de salmón, un pez que hoy por hoy sólo remonta de un estanque a un congelador. Ya se ha dicho muchas veces que cuando te ofrecen algo gratis es porque la mercancía eres tú. El anuncio del HSBC sugiere que ese proverbio podría extenderse: cuando te invitan a un banquete y no te dicen cómo se paga, es porque formas parte del menú.

jueves, 23 de octubre de 2014

Los fascistas, vistos como gente normal


Campaña electoral en Brasil. El tono (de candidatos y militantes) se calienta, y saltan temores y acusaciones de fascismo en todas direcciones. No es ningún privilegio haber vivido unos cuantos años (los bastantes como para recordar bien) en un país sometido a un régimen fascista o semifascista (España, por supuesto). Pero es una experiencia que puede ser útil compartir con quienes no la tienen. Sobre todo con quienes repudian el fascismo pero se han acostumbrado a verlo como, yo qué sé, puro sadismo llevado a la política. Buena parte de lo que se escribe y filma contra el fascismo transmite un mensaje de este tipo: “si te encuentras por la calle a un tipo que echa espuma por la boca y empuña un puñal ensangrentado, ten cuidado, puede ser peligroso”. Si todos los fascistas gastasen su tiempo en orgías perversas y en matar gatos a cabezazos no serían un peligro general. Pero por desgracia suelen ser gente mucho más normal.
Para empezar, es bueno recordar que hay formas extremas de opresión, explotación, violencia y mistificación masiva que no son fascistas. El fascismo es una variedad, no un grado.
Hablar de fascismo es un merecido homenaje a su primera versión, la italiana, pero cada fascismo tiene sus peculiaridades, y los seguidores de algunos de ellos rechazarían de plano el nombre.
Los fascistas también niegan de plano ser de derechas, y en esto vale la pena tomarlos en serio: todos los fascismos asumen parte significativa del programa, las consignas y los símbolos de la izquierda, y claman por superar la obsoleta dualidad izquierda-derecha; y el daño que pueden hacer se da por eso, y no a pesar de eso.


El fascismo se lleva muy bien com la hiper-comunicación: mensajes sumarios de distribución multitudinaria. La presente proliferación de la comunicación en tiempo real puede ser más un caldo de cultivo que una vacuna. Hitler, creo yo, habría sido un as del twiter.
Nótese, los fascistas no suelen tomar el poder mediante masacres. Más bien por golpes contra sistemas que ya se caen de maduros, o hasta por medio de las urnas. La excepción fue España, donde el fascismo armó una guerra muy cruenta. A su modo la perdió, porque mucho más que ellos la ganaron castas con más experiencia (militares, clero, latifundistas, banqueros) que, aunque no desdeñaron los métodos fascistas, le sumaron los suyos próprios. A pesar de su simpatía por la parafernalia militar, la violencia fascista es de intensidad media: follón callejero, palizas, pistolerismo e intimidación. La guerra declarada em gran escala es una actividad que requiere otro tipo de habilidades, y por mucho que la hayan practicado les ha salido siempre mal.
Los fascistas no son meros reaccionarios. Decoran com alguna chatarra nostálgica una ideologia que está entre las más modernas, y se puede llamar progresista en su sentido literal. Los fascistas adoran la nueva tecnología. Siempre quieren acabar con modos vetustos y mohosos de hacer las cosas, y siempre contaron com el apoyo de alguna que outra vanguardia. Se especializaron em obras gigantescas, y especialmente en grandes redes de carreteras: por totalitarios que fuesen, fomentaron el transporte individual y expandieron la industria del coche popular.
Los fascistas son populistas: si no tienen gustos e ideas muy populares, que es lo más común, las fingen, y nada les gusta más que decirle a un adversario: “eres un burgués que no entiende las necesidades del pueblo”. Las élites de toda la vida los suelen considerar una ralea y un mal menor que, a cambio de alguna incomodidad, suele reportar grandes beneficios.
Los fascistas no son especialistas en crear miseria. Suelen surgir en regímenes liberales que ya han creado la suficiente para que ellos puedan aliviarla (las primeras legislaciones laborales de vários países fueron implantadas por ellos, y su relación com el sindicalismo es abundante). Parte de su pacto con los mandamases consiste en garantizarles enormes ganancias y seguridad a cambio de una modesta distribución de renta (recuerdo personal: los pisos minúsculos de mi barrio, todos decorados con el emblema del martillo, la espiga y la pluma, para que nadie olvidase a quién eran debidos).
Nostálgicos del Imperio, o aspirantes a él, los fascistas suelen ser críticos elocuentes de los imperios ajenos (recuerdo personal: el agrado com que los fascistas tarareaban aquella canción: "Con las barbas de Fidel vamos a hacer una escoba, para barrer a los yanquis de la América española") Eso les facilita ciertos acuerdos con la izquierda, que siempre tiene tiempo después de arrepentirse.
Los fascistas son alérgicos al blablablá, que en su opinión es cualquier discurso que no sea contundente y de aplicación inmediata. Pero se sienten muy halagados si algun intelectual criptico depone su actitud para recitar unas consignas (la estilográfica con que Franco firmaba sentencias de muerte era "el falo invicto del Caudillo" según un surrealista).
Los fascistas dependen de su capacidad de generar odio hacia alguna parte de la población, pero no un odio simple sino uno que consiga amalgamarlos todos. Su enemigo ideal tiene que estar al mismo tiempo por debajo y por encima, o sea; ser feo, miserable y sucio y al mismo tiempo vivir regiamente a costa de la sangre o de los impuestos del pueblo. Normalmente esos defectos no se presentan juntos, así que hay que inventar mucho, pero al fascismo no le falta inventiva (los rojos preferidos de los fascistas españoles no estaban en los barrios obreros, sino en París, gastando en grandes juergas el oro español robado por Moscú).
Los regímenes fascistas son difíciles de eliminar, entre otras cosas porque suelen hacerse con un apoyo nada desdeñable, activo o pasivo, de la población. Más que del terror se han valido de la burocracia, el conformismo y un calculismo muy corriente. Para disimular ese detalle desagradable, una vez el régimen ha caído, se suele exagerar su aparato represor; pero los fascistas no suelen necesitar enormes aparatos de represión porque delegan en la población la intimidación corriente. En un régimen fascista, un portero fascista tiene casi rango de general.

Lo peor de los fascismos no es su violencia, sino su amor a la simplificación y a la contundencia. Un fascista, por supuesto, puede ser una buena persona llena de las mejores intenciones. Lo peor del fascismo no es el punto de donde parte (ese en donde la simplificación y la contundencia consiguen algunos resultados "positivos") sino el punto donde acaba (allí donde la simplificación ya no da frutos, pero se puede seguir probando la contundencia).
Los fascistas se han visto convertidos en ogros de película de Bertolucci, Tarantino o Guillermo del Toro, que están muy bien para detestar a los fascistas pero no para saber dónde están. Es tentador llamar "fascista" a cualquier adversario que grite mucho, sea cual sea su tendencia, y siempre hay algun buen motivo porque los rasgos fascistas son modernos, y cada vez más comunes. Claro que ninguno de ellos por sí solo convierte a ningun partido en fascista, pero a medida en que proliferan componen un panorama en que, para que salga un fascismo de verdad, no hay más que esperar.

martes, 14 de octubre de 2014

Reynoso y el exotismo


Quizás no sea necesario que uno se ocupe de responder a todo autor que, en nota al pie de un ataque en regla a colegas bien más conocidos, le cita entre los lacayos del error. Se trata, esta vez, de Carlos Reynoso y de su libro Crítica del Perspectivismo, que ha publicado ya en internet antes de la edición definitiva. En él hay una referencia a un libro mío que supongo no ha leído: lo incluye en una lista de obras “perspectivistas” copiada, supongo, de otra crítica semejante, cuya autora tampoco lo leyó: responder a eso es responder a la pregunta que no se alcanzó a formular.
Pero si uno se dedica a la docencia y el viernes va a hablar a sus alumnos sobre debates actuales en antropología, no tiene más remedio que responder, porque el texto del señor Reynoso es un ejemplo denso de las miserias que padecen los debates en la antropología, o quizás los debates intelectuales en general.
Carlos Reynoso lleva años fustigando todo aquello que percibe como moda en la antropología. De Levi-Strauss a los postmodernos y a los diversos géneros de post-estructuralistas; entre otros. Sus críticas están diseñadas para ser demoledoras, o sea describen sus dianas como impostores inverosímiles aclamados por cretinos inexplicables. Son críticas, como puede verse, al por mayor, que por ello tienen que asumir una de las taras que con más frecuencia achaca a sus criticados: la de despacharlo todo en grandes paquetes atados con hilitos.
Esos hilitos suelen ser contabilizados como “teoría”, y con eso sale a la luz ese carácter parasitario, o vacío, que el discurso teórico tiene en la antropología cuando se ahorra ese otro menester más largo que es la descripción. A diferencia de lo que ocurre con la filosofía, o las matemáticas o las very hard sciences, la teoría no parece, en las ciencias humanas, muy capaz de compendiar lo que esas ciencias tienen para ofrecer. Basta con volver la vista atrás, y no muy atrás, para reconocer que lo que nos queda de la antropología son descripciones a veces (no siempre, claro) reveladoras, auxiliadas (a veces entorpecidas) por su andamiaje teórico, pero no resumidas en él. Pero el señor Reynoso espera mucho del andamiaje, y por ello no se da el menor trabajo para examinar lo que los “perspectivistas” hacen gracias a (o a pesar de) sus teorías. En lugar de eso, la emprende con sus usos del dualismo cultura-naturaleza, o con lo adecuado o no del nombre del movimiento (que el propio Reynoso le da; el movimiento en si no parece haberse decidido por una etiqueta); busca definiciones taxativas de cultura o de red o de chamanismo, convencido de que la manera de garantizar que una investigación llegue a buen puerto es saber de antemano, con la mayor exactitud posible, a dónde debe llegar. No las encuentra, o las que encuentra se le hacen vagas o incoherentes. Para animar su diatriba prodiga adjetivos que sirven como argumentos (llamar a alguien “antropólogo de tercer orden” vale por un tratado), cuenta cómo los perspectivistas se citan obsequiosamente o se apuñalan por la espalda, y especula sobre la vanidad con que se auto-buscan en el Google. O pone una foto de la cremación de un brahmán balinés, realizada con la ayuda de un compresor “de última generación”, para explicar a los perspectivistas que chamanes y brahmanes no viven en la edad de piedra. Se agradece, aunque “compresor” y “última generación” parece un extraño par de términos en una selva amazónica, o en unas tierras altas melanesias, donde ya abundan los IPads.

El señor Reynoso tiene especial cuidado en señalar que todo lo que el perspectivismo dice ya fue dicho antes y mejor por alguien, y distribuye certificados de obsolescencia, que es el peor pecado que conocen los modernos, convencidos de que sólo ellos dicen cosas realmente nuevas. Carlos Reynoso, aunque eso no sea tan fácil de encontrar en una obra abnegadamente consagrada a los errores de los otros, cultiva o aprecia la antropología cognitiva, cuyos “trabajos recientes”, dice, podrían dar a los perspectivistas una mejor “comprensión del trance, el sueño, la embriaguez, la crisis bipolar, las alucinaciones hipnogógicas e hipno-pómpicas y otros estados de la mente, aportando un caudal de saberes y conceptos que son inherentes a la comprensión dinámica de la conciencia en general y del viaje shamánico en especial”. Parece justo aunque en rigor no muy nuevo. Pero ¿qué tal si en una recensión futura avisa también a sociólogos y economistas que no sigan dándole vueltas al concepto obsoleto de capitalismo, antes de enterarse de lo que “las ciencias sociales cognitivas” dicen de la farmacodinámica de las benzodiazepinas o las benzoilmetilecgoninas? Eso sería también es un conocimiento inherente a la comprensión dinámica de la conciencia en general y del trabajo globalizado en especial. No es una boutade. Hasta donde alcanzo a ver, uno de los principios de eso que Reynoso llama “perspectivismo”, a saber la simetría, sugiere precisamente que si una cultura puede ser descrita en función de sus relaciones de parentesco, sus teorías económicas o sus drogas, entonces las otras podrían también ser descritas en función de sus relaciones de parentesco, sus teorías económicas o sus drogas. Creo que eso puede ser una práctica nueva, aunque desarrolle conceptos no tan nuevos; nuestra civilización está empachada de autoconciencia, y le vendría bien mirarse de otro modo. Pero a Reynoso eso le parece un malabarismo inocuo porque, en su mundo, las culturas se dividen en dos grandes grupos: las que se explican por un colocón y las que, como la del capitalismo, se explican por sí mismas.

Toda la policía epistemológica desplegada sobre los conceptos y su genealogía diría muy poco si no dispusiese de metralla ético-política. La que se suele cargar en los alegatos contra el perspectivismo consiste en acusaciones de alienación: no es un sistema de pensamiento que habilite a la antropología para enfrentar tareas de gestión, diagnóstico e intervención, palabras que usa el autor. Bien, conozco muchos antropólogos dedicados a la gestión, el diagnóstico y la intervención y sé que siguen tendencias teóricas muy diversas, entre ellas eso que Reynoso llama el perspectivismo. Un antropólogo puede ser un expert valioso en algunos campos porque tiene un cierto conocimiento del terreno y porque se ha estado fijando en aspectos de ese terreno que otros experts suelen ignorar. Pero el señor Reynoso parece pensar que esa habilitación depende más bien de otra cosa, de una teoría adecuada. Me temo que eso, más que una llamada a la eficacia, sea un anhelo de tecnocracia, como si los problemas que enfrentan las minorías étnicas dependiesen de soluciones especializadas (como la sobrecarga del sistema eléctrico o la resistencia del cemento), y no de una acción política al alcance de los ciudadanos, y en primer lugar de sus afectados directos. El anhelo de una teoría poderosa suele ser visto injustamente como un lastre positivista, cuando habla más de intelectuales ansiosos por abandonar la torre de marfil de la academia para instalarse en la torre de cemento y vidrio de la alta burocracia.

La otra acusación que reaparece en todas las andanadas contra los perspectivistas (y que sirve de base a la primera) es la de la exotización. Cómo no, si en las páginas perspectivistas abundan términos como chamanismo, animismo, totemismo, fósiles de la antropología “victoriana”. La exotización, se dice, ha sido un arma del colonialismo y lo sigue siendo, por mucho que el colonialismo haya puesto medios a veces muy contundentes para que los colonizados dejasen de ser exóticos y se volviesen mano de obra. Ese estigma del exotismo es ambiguo. Porque cuando se acusa a alguien de exotizar parece como si, más que acusarle de una ficción, se le estuviese acusando de una calumnia. No de falsificar la imagen de los indios, sino de denigrarlos. Es que la exotización, se dice, ha sido siempre un pretexto para la dominación. Pero me temo que ese pretexto no ha sido tan relevante como se dice en una historia colonial donde los pueblos que aparecían como salvajes y caníbales (exóticos) han sido en general deglutidos, sí, pero no antes de que lo fuesen los que aparecían como mansos y cuerdos. El señor Reynoso aún necesita poner un “sic” detrás de “salvaje” para citar “El pensamiento salvaje” de Lévi-Strauss, como si lo que ya sabemos sobre la “urbanidad”, la “domesticación” y la “civilización” aún permitiese tomar “salvaje” como un insulto. Debe ser de aquellos que entienden un “salvaje” accede por fin a la dignidad cuando se vuelve un votante medio. Reynoso suscribe y extiende a los perspectivistas (a estas alturas basta un arco y una flecha para convrtir un texto n “perspectivista”) la crítica que Bartholomew Dean hace a Clastres, perspectivista póstumo:
“Mientras que Clastres pinta a los Guayaki en una luz románticamente positiva, su Crónica esencializa sus identidades culturales de maneras que hacen virtualmente imposible imaginar su lugar en la sociedad nacional “moderna” de Paraguay”.
Pero, ¿de verdad hace falta “imaginar” cuál es ese lugar que cabe a los Guayaqui en la sociedad paraguaya y a otros indios en otras sociedades semejantes? Ese lugar es muy real y se sabe perfectamente cuál es: el del sub-proletariado, al que han accedido regularmente (si no han desaparecido antes), generalmente con las bendiciones de una antropología dedicada a la gestión. No puede sorprender que el movimiento indígena, muy especialmnte en Brasil, se aferre muchas veces a identidades culturales esencializadas, a esa imagen primitivista tan denostada, y en suma a algún tipo de “exotismo”, porque en los países en cuestión (mientras no los cambie alguna teoría adecuada para el diagnóstico y la intervención) son esos los únicos argumentos que se le permiten para, por ejemplo, conservar unas tierras donde poder vivir en pleno siglo XXI. O, quién sabe, hasta para dedicarse al exotismo sin complejos.

Eso nos lleva al final de este comentario, que tratará del exordio del libro de Reynoso. Una pieza fundamental en su argumento porque muestra, según él, la miseria moral de los perspectivistas. Reynoso se refiere a un artículo que el lingüista (y ex-misionero del SIL) Daniel Everett publicó en Current Anthropology a respecto de las relaciones entre la lengua de los Mura-Pirahã y su cultura. La lengua de los Pirahã no es nada fácil de aprender; es, entre otras cosas, una lengua tonal que permite comunicarse desde lejos sustituyendo la voz por el silbido, y que tiene formas muy originales ligadas a la experiencia inmediata. Pero le faltan, dice Everett, elementos suficientes como para poner en duda algunos axiomas de Chomsky sobre el lenguaje humano, ya que los Pirahã son humanos y su lenguaje, a pesar de ello, no tiene ni tiempos verbales ni número ni, especialmente, recursividad. Los Pirahã tampoco tienen equivalentes de nuestros mitos, rituales o artes, y la tarea de contar hasta diez se les hace demasiado abstrusa. Everett -retomando una vieja teoría de Whorff- sospecha que la cultura Pirahã ha impuesto ciertos moldes a su lengua y a su patrón cognitivo. Lo que Everett pone en duda es la teoría de Chomsky, no la inteligencia o la humanidad de los Pirahã. Eso corre más bien a cargo de Reynoso, que entiende que si de verdad los Pirahã no conocen la recursividad o no cuentan hasta diez entonces es que “los Pirahã (cognitivamente hablando) probaron estar en un nivel de agudeza mental inferior al de los macacos, los loros, mi perro Haru y hasta (documentadamente) los pollos recién salidos del cascarón”. Y es Reynoso, después de decir eso, quien se escandaliza de que Everett no haya recibido de los antropólogos más que algunas críticas “tibias”. Los perspectivistas, dice él, sean Viveiros de Castro, Descola o Stolze, debían haber tomado cartas en el asunto aunque sus campos de estudio estuviesen a cierta distancia de los Mura Pirahã. Si el señor Reynoso leyese todo lo que cita en sus demoliciones, podría haber increpado directamente a Marco Antonio Gonçalves, autor de un libro sobre los Pirahã, y de una de las críticas tibias incluidas en el artículo de Current Anthropology. Gonçalves -como Surrallès pocas páginas después- desmiente una dimensión de lo que dice Everett, demasiado ocupado en enumerar lo que los Pirahã no tienen como para fijarse lo bastante en lo que tienen, quizás porque use, como quiere Reynoso, conceptos de mito o de arte definidos. Merced a conceptos más vagos, Gonçalves es capaz de describir una organización social y un pensamiento muy complejos y originales aunque, ay, realmente muy exóticos. Los Pirahã aparecen allí como gente efectivamente muy fuera de nuestros standards, y poquísimo interesada en la mayor parte de las cosas que nos parecen indispensables. Como sería previsible, tienen su modo de vida y su lengua en alta estima (“cabeza derecha”, la llaman, dice Everett), y consideran bárbaras y enrevesadas las lenguas (“cabeza torcida”) de todos esos extranjeros que saben contar hasta diez pero son incapaces de sostenerse en una canoa o trepar a un árbol. Pero Reynoso quiere que alguien salga a la liza para demostrar que ellos tienen precisamente eso que no les gusta, una “cabeza torcida” como la nuestra. O para exigir que se les beneficie con una red eléctrica que, claro, no pueden dejar de estar deseando por mucho que disimulen. Una antropología correcta debe alcanzar, así, para entender que pueblos diferentes usen sombreros diferentes, que celebren su día de descanso el viernes, el sábado o el domingo y prefieran el asado o el cocido. Un mundo plural. Si van más allá de ese margen prudente de diferencia y se empeñan en ser inaccesibles a la gramática generativa o al sistema decimal (o, ya puestos, a la alfabetización o al desarrollo), eso los pone en una categoría prácticamente subhumana. Como estaría mal decir eso, es mejor acusar a los otros de que los están exotizando.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Lafargue el perezoso


Érase una vez, en un tiempo en que a los socialistas les costaba que los distinguiesen de los anarquistas (y no, como ahora, de los populares) un joven antillano, nacido en Santiago de Cuba de padres más o menos franceses emigrados de Santo Domingo, llamado Paul Lafargue. Un hombre notable en muchos aspectos que pasó a la historia por casarse con una de las hijas de Carlos Marx (la correspondencia de su futuro suegro, ejerciendo como tal, es un documento precioso acerca de las ideas de un revolucionario sobre la vida privada), por haber sido el primer impulsor del socialismo en España, y por haber escrito uno de los panfletos otrora más divulgados de la literatura socialista: El derecho a la pereza, de 1883.
Es un texto breve, ameno, lleno de esas citas cultísimas que supuestamente deberían ser raras en un panfleto, y a ratos muy gamberro. Desarrolla una tesis importante: hay una extraña maldición que recorre el mundo, que hace que una tecnología cada vez más poderosa no reduzca la exigencia de trabajo humano y, por el contrario, la aumente; una depravada alianza entre superproducción, fatiga y miseria.
El derecho a la pereza se escribió, entre otras cosas, como un alegato en pro de la reducción de la jornada laboral: tengamos en cuenta que a finales del siglo XIX esa jornada llegaba a alcanzar una duración extenuante. O sea, como ahora. Al texto de Lafargue no le falta mucho para ser rabiosamente actual: para actualizarlo del todo, más que corregirlo habría que aumentarlo. Y con ese aumento El derecho a la pereza, que con el tiempo ha llegado a parecer poco más que una curiosidad, un detalle pintoresco en la historia del socialismo, es en realidad uno de sus textos fundamentales, quizás el más contundente. Porque siglo y pico más tarde los humanos, dotados de una tecnología muchísimo más poderosa y trabajando como una plaga de hormigas, han logrado llevar su planeta al borde del colapso: al borde del agotamiento de la energía, de las materias primas, del agua, del aire y del espacio y al borde de un ictus climático. Claro está que todo eso puede no ser más que catastrofismo infantil. Eso dicen los optimistas que auguran que la humanidad encontrará modos de sustituir, de paliar y remediar, y que conseguiremos seguir adelante indefinidamente, sosteniblemente sumergidos en atascos extendiéndose a lo largo y en montañas de basura -de todos los tipos de basura, algunos inéditos- extendiéndose a lo alto.
Esto no impresionará a quienes opinen que necesitamos, en conjunto, mucho más de todo: más alimentos, más coches, más carreteras, más casas, más expectativa de vida. Para eventuales descontentos, que entiendan que eso es un proceso inflacionario donde los bienes crecientes tienen un valor menguante, hay un poderoso argumento disuasivo: si la máquina para, si apenas disminuye ligeramente su marcha, eso condena a muchos, a la larga a casi todos, al paro y la miseria. O sea, como podría haber dicho ahora el propio Lafargue, es necesario trabajar cada vez más para pode tener trabajo. El progreso de la humanidad se parece mucho a una ratonera.
Los socialistas de hoy no parecen sacar mucho partido de esa evidencia: el capitalismo ganó en todos los frentes la batalla de multiplicar la riqueza, pero eso sólo demuestra que multiplicar la riqueza era, al final, mucho más fácil, y mucho menos necesario, que saber distribuirla, o simplemente usarla.
Ecología aparte, al panfleto de Lafargue se le podrían aumentar otras cosas: la tendencia a fabricar objetos de pésima calidad que exigiesen sustitución en seguida era entonces un truco y ahora es un principio de la ingeniería de producción, junto con eso que podríamos llamar innovación-basura y que consiste en idear continuamente mejoras nimias, cuyo único objetivo serio es tornar obsoleto el producto (cualquier tipo de producto) anterior. Lafargue hablaba del incremento meteórico de la población improductiva, y se refería sobre todo a los ejércitos de criados de la burguesía. Ahora los cuartos de criadas pueden estar vaciándose, pero los sustituyen ejércitos mucho más numerosos de esos especialistas que el sistema produce para resolvernos los problemas que el sistema crea, de operadores de telemarketing a agentes de seguridad del mundo real o virtual, a -esos son los peores y los mejor pagados- expertos en organización del trabajo o planificación del crecimiento. Prestadores de anti-servicios. Hace unos años, el libro de Lafargue era comentado como una especie de anticipación profética de la civilización del ocio implantada unas décadas después. Qué tergiversación más desvergonzada. Esa “civilización del ocio” se divide en dos ramas desiguales: las de los que consumen en abundancia un ocio convertido en producto y la de los que deben invertir, descansando lo justo para seguir trabajando, un ocio convertido en medio de producción.

Lafargue hablaba del colonialismo empeñado en obligar a los nativos de esta o aquella isla a que se pusiesen una ropa que se resistían a usar y sobre todo no querían tener que pagar, para dar salida a la producción textil de la metrópolis; o a alcoholizarse para dar fuelle a sus destilerías. Siglo y pico después eso se llama globalización, y por mucho que haya cambiado es difícil saber lo que es si no se recuerda cómo fue: la seducción por el mercado fue en buena medida impuesta a estacazos y auxiliada por e reparto de droga. Buena parte de la gracia de Lafargue está en sus coqueteos con lo exótico. Los grandes teóricos del socialismo, incluido su suegro y su benefactor Engels, reivindicaban al primitivo, pero a un primitivo transfigurado por la historia; así, el futuro de la humanidad estaba en un comunismo que reeditaría el comunismo de los primitivos pero dotado de nuevas armas, sobre todo de un control físico e intelectual de la naturaleza. Lafargue, por el contrario, apunta hacia los “primitivos” contemporáneos: los habitantes de islas y selvas y desiertos distantes que parecen no necesitar ni tanta mercancía ni tanto trabajo, de los que indica "la belleza física y el altivo talante" cuando no han sido contaminados aún "pioe el aliento pestífero de la civilización". ¿Nobles salvajes? Por aquellos tiempos, señores como Spencer se inventaban el primitivo miserable, ese ser de vida corta, sucia y brutal que penaba para arrancar un bocado de una naturaleza hostil. Ese personaje es interesante, sería curioso saber de dónde salió, si en tres siglos de expansión ultramarina nadie lo había encontrado en ninguna parte: los salvajes y los primitivos, de Colón en adelante, o tenían de todo lo que podían querer o bien se bastaban con casi nada. Los europeos fueron a encontrar por fin al primitivo miserable y pedigüeño en las reservas o las leproserías en que los habían recluido con la esperanza de que por fin se redimiesen por el trabajo. Antes de eso, como Sahlins mostró en un famoso estudio sobre la “economía de la edad de la piedra” los primitivos no necesitaban redimirse y trabajaban, más bien poco, para vivir. Un objetivo posible porque, como proclama el texto de Lafargue, esos pueblos sí saben vivir, ¿y quién ha dicho que saber vivir sea tan fácil?. Para que no queden dudas sobre su incredulidad hacia el progreso, Lafargue, ateo como pocos, se refiere no sólo a los pueblos víctimas de las garras coloniales, esos buenos salvajes, sino también a los habitantes de esos países atrasados donde se valoraba la siesta y la fiesta y donde esa religión oscurantista, el catolicismo, multiplicaba procesiones y días de guardar. La burguesía ilustrada se ha esforzado en librar al pueblo del yugo de la infame superstición para que tenga más tiempo de trabajar en sus fábricas. Tambiém, hay que reconocerlo, de comprar en sus tiendas.
Hoy está también mucho más claro que entonces que la pereza de la que habla Lafargue debe ser matizada. Lafargue, que ante los recelos de su futuro suegro solía alegar, como citando a Martí antes de Martí, que él era un hombre sincero de donde crece la palma, y justificaba sus confianzas que se tomaba con Laura Marx por el temperamento caliente que le venía de nacimiento -um créole, un mulato- escribió El derecho a la pereza abogando en causa propia. Y, véase bien, Lafargue, atendiendo a todo lo que hizo, deshizo, tradujo y escribió en vida, parece más un hiperactivo que un holgazán. Pero su suegro le achacaba un carácter perezoso, “atravesado por estallidos de furiosa actividad”. Y bien, ahí parece estar el punto. Allá en los bohíos escondidos de la selva, donde no ha llegado aún la suficiente civilización, los selváticos pierden horas sin cuento haciendo nada o casi nada, conversando, paseando o tendidos en una hamaca, y beben durante días seguidos hasta caer y levantarse de nuevo y caer otra vez sin preocuparse ni siquiera de comer. Hasta el más vago de los occidentales los mira abismado ante tanta molicie. Después, el salvaje se levanta de la hamaca, sube con las manos desnudas a un árbol a coger un panal de miel, recorre la selva horas y más horas tras una pieza de caza, pasa semanas abriendo un claro para su huerto cortando árboles gigantescos, en condiciones que harían llorar a un estajanovista, o se sostiene para lanzar su red sobre una canoa que se bambolea, y a juzgar por las señales externas lo hace y le gusta. No tengo que explicar lo que hace a su vez el civilizado, que, si quiere llegar al ideal, tiene que ser un superhombre en el trabajo que hace para su empresa, quizás un atleta en el ocio que compra de otra y un inválido en todo lo que debe hacer por si y para si mismo; es difícil, pero al menos suele conseguir lo último. El país se iría a pique si no se deslomase para pagarse sus necesidades y aún más a pique si no necesitase comprarlas. En realidad, la civilización del trabajo no ha erradicado la pereza, sólo la ha puesto, también a ella, al servicio de la producción. Si no fuese por ese tipo de pereza, no habría modo de que la gente trabajase tanto.

sábado, 29 de marzo de 2014

La burocracia según los clásicos


Según Kafka

Un hombre llega ante la puerta de la Ley. Es la única puerta abierta en una gran muralla, y un guardián magnífico le impide el paso. No tiene permiso para entrar, le dice. Quizás alguna vez llegue ese permiso, no se sabe, y no se sabe cuándo si es que llega. Le advierte también que no intente pasar sin permiso: esa no es más que la primera puerta, adentro hay otra, y otra y otra más, y los guardianes que las custodian son cada vez más formidables.
El hombre se sienta y espera. Espera durante años, y el permiso para entrar nunca llega. Implora, intenta incluso el soborno, pero sin resultados:
- Lo acepto para que sientas que lo has intentado todo.
El hombre ya está viejo y débil, delira. Poco antes de su último suspiro le pide al guardián que le responda una última pregunta.
- Pues y cómo no.
- Siendo la Ley algo tan importante, que todos los hombres desean, ¿cómo puede ser que en todos los años que llevo aquí nadie más se haya presentado en esta puerta?
- Ay ay ay... oh, pobre ignorante; esta puerta fue hecha sólo para ti, nadie más la habría podido buscar o encontrar. Ahora voy a cerrarla.




Según Cervantes

Un hombre maduro llega ante la Ley: encuentra una muralla de piedra altísima, y plantado en medio de la única puerta un guardián formidable, con un turbante y un temible alfanje. Durante los años que siguen, hace de todo por atravesar la puerta: exhorta al cancerbero a que se aparte, argumenta con él sobre la inutilidad de estarse allí eternamente cerrando el paso que según el buen sentido debería ser libre, le implora educadamente apelando a su presumible condición de caballero; sin fruto. En vista de tan obtusa arrogancia, arremete contra él, pero el guardián ni siquiera se digna a usar el alfanje: se aparta ágilmente y el hombre se da una gran calabazada contra la muralla. Eso ocurre una y otra vez. El hombre, cansado y envejecido, llega a ofrecerle el poco dinero que le queda para sobornarlo, todo en vano. Finalmente, ya a las puertas de la muerte, se le aclara la visión perturbada y se da cuenta de que todo ha sido un engaño. No hay muro ni puerta, sólo un vidrio con una ventanilla, y el guardián no es más que un sujetillo pequeño y casposo que le dice:
- Mire, por favor, no me haga perder el tiempo que hay gente detrás de usted esperando; vaya a buscar su comprobante de residencia y vuelva usted mañana.

Según Lewis Carroll

Un hombre llega ante la Ley y se encuentra con una muralla ciclópea con una única puerta: el guardián le dice que no intente nada, que detrás de esa hay muchas otras puertas y en cada una de ellas un guardián cada vez más formidable. Mientras gesticula explicando el tamaño del segundo guardián, el hombre da un salto y se cuela. Al otro lado de la puerta las cosas son diferentes. El primer guardián, lo ve ahora, no es más que un hámster que muerde obcecadamente los barrotes de la verja de entrada. La siguiente puerta está hecha de chocolatinas; como tiene hambre, se come un pedazo suficiente para pasar, el guardián es efectivamente gigantesco pero no hace más que roncar. Las murallas siguientes son de Lego; las pasa sin complicaciones. Allá dentro todo es lindo: bosques, praderas y vergeles tan perfectos que parecen de plástico. Como el chocolate le ha dado sed, se agacha a beber agua de un arroyo, pero aquella agua ni siquiera parece líquida, sabe a telaraña y le raspa la lengua. Mientras escupe aquella porquería, oye una risa estridente, levanta los ojos y ve cerca de él y a tres metros de altura una carcajada flotante, nada más que boca, lengua y dientes pero todo muy sonoro, que le dice:
- Cuidado, amigo, estás en la Ley: eso es agua, pero agua legal, tiene características jurídicas pero no físicas.
- ¿Como dice?
- Que legalmente es agua. O sea, es agua para todos los efectos de derecho: pero puede saber a cualquier cosa. Casi nunca a agua, porque sería idiota hacer leyes para que las cosas sean lo que ya son, ¿no te parece?
- Bien, visto así... ¿y usted qué es?
- Yo soy un caso omiso, la ley no dice nada de mi pero yo puedo decir de ella lo que me de la gana.
El hombre piensa que es una tontería seguir conversando con un caso omiso, y sigue adelante. El camino es arduo, porque los árboles legales no dan sombra, o a lo mejor si, el sol legal no alumbra aunque a veces sí, y los letreros indican el camino correcto pero no siempre. Después de muchos esfuerzos llega a la Corte; allí no hay seres de carne y hueso, sólo papeles que andan por la calle, a pie o metidos en sobres. Son de categorías muy diferentes que casi no se hablan entre sí: los Títulos viven en mansiones del barrio noble; los Diplomas, todos ellos con familias numerosas de Informes, Pareceres y Proyectos, en los pisos del Ensanche; los Balances y las Facturas proliferan en la zona comercial, los Carnés y los Promedios en barriadas feas del extrarradio y las Sentencias Firmes en la cárcel, custodiadas por los Memorandos. En el palacio vive la Reina, que es una impresora Laser de muy mal genio: cuando se enfurece comienza a imprimir sin tasa hasta que de repente un papel se le atraganta, entonces fallece y los Grandes Papeles del Reino la llevan a hombros gritando, “La Reina ha muerto, ¡Viva la Reina!” y ponen otra en su lugar. Todo el mundo es muy atento con él y le saluda:
- Estimado Cliente...
- A quien de derecho...
- Por la presente...
Pero no consigue que le digan nada específico sobre lo que busca; cuando se empeña el papel se planta y le dice:
- Y usted quién es?
- ¿Yo? Yo soy el protagonista de este cuento.
- ¿Y cómo me comprueba eso?
Y el hombre se da cuenta de que el autor no le ha dado ningún papel que le acredite. Se va quedando débil porque se harta de certificados de origen exquisitos y registros de trazabilidad muy sanos, pero parece como que no alimentan; al fin, cuando está a punto de expirar, viene a su cabecera el hámster y le susurra al oído: “¿No te lo había dicho? ¿No te lo había dicho?

Según algún gilipollas

Un hombre, después de un largo camino, llega ante la puerta de la Ley. Se encuentra una divisoria y una mesa con un ordenador, y en ella un becario sonriente que le dice:
- Bien venido a la Ley. Esta es una puerta personalizada, preparada exclusivamente para usted y a medida de sus necesidades, ¿en qué puedo ayudarle?
- Bien, yo quería entrar.
- De qué asunto desea tratar?
- Bien, no lo sé exactamente, ¿no podría entrar y ver?
- Visitas guiadas martes y jueves, solo en grupos de mínimo ocho; reservas anticipadas en nuestra página web.
- Entonces me gustaría... actualizar mi partida de nacimiento.
- Muy bien, marque aquí su login y su seña.
- ¿Pero esta puerta no es sólo para mi?
- Precisamente por eso, tenemos que proteger sus datos, hay que garantizar que usted sea usted.
- Pero no tengo nada de eso.
- Entonces vaya a que le hagan una identidad electrónica.
- ¿A dónde?
- No me líe, yo soy sólo un becario. Espere a que llegue el supervisor.
El hombre, con permiso del becario, se sienta en un banco y espera; espera tanto que se duerme. Al despertar se encuentra con una chica que le sonríe y le dice:
- Bien venido a la Ley. Esta es una puerta personalizada, preparada exclusivamente para usted y a medida de sus necesidades, ¿en qué puedo ayudarle?
- ¿Es usted la supervisora?
- No, soy la nueva becaria.
- ¿Dónde está el antiguo becario?
- No me líe. Espere a que llegue el supervisor y le pregunta.
Eso ocurre una y otra vez. Años después el hombre ya está muy viejo y se va muriendo. El becario de turno (ha conocido miles como él o ella, pasaban los tiempos y las modas de la ropa o el pelo, pero el/la becario/a siempre tenía la misma edad y decía lo mismo) se acerca y le dice:
- Señor, señor; perdone pero no se puede morir aquí.
- Pero ¿esta puerta no fue preparada para mí? ¿No la va a cerrar usted ahora?
- No se de qué me habla. Aqui no hay ninguna puerta, llevo aquí años y nunca he visto ninguna.
Y se va a almorzar.

martes, 28 de enero de 2014

Manaus Moderna


Un escritor de Manaus recuerda una conversación con Arthur Cezar Ferreira Reis, un abogado e historiador que fue el primer gobernador del Estado do Amazonas durante la dictadura militar brasileña. Le estaba hablando de sus lecturas sobre el exterminio de los pueblos indígenas de la cuenca amazónica, una dolorosa historia. Y Ferreira Reis, girando lentamente el cuerpo con las manos extendidas, como si registrase com una cámara de vídeo el escenario del centro de Manaus donde se encontraban, com el famoso Teatro Amazonas y los bellos caserones de inicios del pasado siglo, le dijo: “Si, todo eso es verdad, pero sin eso no tendríamos esto”. Podríamos imaginar la misma escena sustituyendo ese hermoso decorado por las periferias de crecimiento caótico, las favelas míseras, los igarapés de vegetación lujuriante convertidos en alcantarillas a cielo abierto, o simplemente los mismos bellos caserones echados a perder dos calles más allá. Y la frase, cínica o resignada, seguiría diciendo la verdad: sin aquello, tampoco existiría esto. Si no se hubiese comenzado saqueando la tierra, probablemente no se la continuaría saqueando trescientos años después.



Arthur Reis era, claro, un gobernador de la dictadura. O quizás -el chiste ya se ha usado en casos similares- de la dictablanda, porque en su tiempo faltaba algun paso para que los militares brasileños diesen lo peor de sí. También por su propio carácter: era un hombre moderado y culto, que iba al teatro con la familia a los estrenos de los autores contrarios al régimen. Qué más da, era dictadura em cualquier caso; pero por otra parte la Amazonia es uno de esos lugares en que las diferencias entre dictaduras y democracias, y entre la izquierda y la derecha del espectro político occidental se diluyen, o se borran totalmente. Basta alejarse unos cuantos kilómetros del centro de Manaus, hoy mismo, para que una diferencia de opinión manifestada en voz alta, o una insistencia extemporánea en buscar o divulgar ciertas informaciones, se vean penados con la muerte -una pena extraoficial, es verdad, pero no hay como diferenciar una muerte de acuerdo con la constitución o contra ella. Y por otro lado, dicho incluso sin acritud, hay que hilar muy fino para distinguir las políticas amazónicas de los gobiernos militares de la política amazónica de los gobiernos de Lula y Dilma. Ni siquiera el tono de la propaganda difiere: se evitan, por supuesto, los lemas que se hicieron famosos en la época, pero "Pra frente, Brasil", "Um Brasil Grande" o "Integrar para não entregar" no destonarían en la propaganda -ahora llamada comunicación institucional- que sigue siendo entusiasta y grandilocuente, aunque al lado de lemas parecidos a los antiguos incluya una nueva especie de lemas, los del desarrollo sostenible. Desarrollo sostenible es lo que se hace en esas comarcas -reservas indígenas, o extractivistas, o florestales- donde el interés de la marca Brasil no permite que se implante el desarrollo propiamente dicho. Donde este es posible, arrasar el terreno -extrayendo antes las maderas de ley de alto precio y poco más- sigue siendo llamado "mejora" y multiplica el valor del área. Como en tiempos idos, el traslado de desheredados a la frontera de la selva, en la vecindad de áreas indígenas, sigue siendo una práctica común, y se la sigue llamando reforma agraria. Es todo cuestión de nombres

Manaus Moderna es el nombre de un enorme mercado que se extiende aguas abajo del Río Negro. Está poco más allá de otro mercado más antiguo, de la época del caucho, de fabricación inglesa -ladrillo, vidrios y hierro- recientemente restaurado y punto turístico obligado. Manaus Moderna es el mercado de verdad. La modernidad es como esos partidos políticos libres que están libres de toda mancha porque han ido expulsando a los miembros cuyos latrocinios se había hecho ya imposible de ocultar. La modernidad es a su modo perfecta, y cuando deja de serlo ya no es modernidad, ha sido sustituida por otra modernidad. Pero no hay cómo evitar que una mercería de la época de nuestros bisabuelos siga llamándose "La Moderna", ni que Manaus Moderna siga llamándose así por mucho que sus instalaciones puedan horrorizar a cualquier moderno. Prejuicio, probablemente: pasé algunos años comprando carne y pescado en otros mercados amazónicos muy parecidos, sin nunca llevarme a casa el género semi-podrido que a veces me cayó en suerte en otros comercios con vitrinas cerradas y refrigeración. El medio ambiente amazónico, con su aura terrorífica, tiene esos milagros: las carnes, por ejemplo, pueden permanecer expuestas al aire durante horas, sobre mostradores de piedra, sin que las moscas las conviertan en hervideros de gusanos, como ocurriría en casi cualquier otro lugar. Pero qué más da: el hedor de las entrañas crudas, la sangre y los fluidos corriendo al suelo negro y mugriento, el entorno sucio del mercado con sus charcos de un cieno indefinible y la basura desparramada por el muelle y flotando en las riberas del río puede estomagar a cualquier desavisado, y muchos ciudadanos se preguntan qué va a pasar con los gringos que lleguen a Manaus de aquí a unos meses a ver la Copa y por descuido decidan ir unos pasos más allá del mercado inglés, hasta Manaus Moderna. No es la basura en sí, sino la demasiada gente que, por un designio del sistema, está condenada a vivir sumergida en ella.
No era eso lo que apuntaba Artur Reis con su cámara virtual, no era eso lo que pretendían los modernizadores de Manaus: en el subsuelo de la ciudad, cuando se excava para construir algo nuevamente moderno, y antes de llegar a los estratos en que se ocultan las urnas funerarias de los indios, aparecen restos de infraestructuras -alcantarillado, por ejemplo- que eran relativamente más comunes hace un siglo que ahora. La Manaus del caucho tenía un sistema de tranvías que se echa mucho de menos en medio del atroz transporte público de la Manaus de un siglo más tarde, igualmente próspera (ah, no todo es cosa de dinero en esta vida). Cada uno de esos progresos, orgullosamente pregonado en su momento, ha sido destruido años después. Y no es que, en un impulso a la vez fáustico y saturnal, el progreso se devore a sí mismo: la razón mucho más prosaica es que la creación de nuevas infraestructuras despreciando y enterrando las anteriores -muchas veces mucho mejores- genera inmensos lucros privados (para empresarios privados o administradores públicos) que la manutención y ampliación de lo que ya se tiene no generaría. La construcción de infraestructuras en la Amazonia raramente pertenece, en rigor, al ramo de la producción: es una forma peculiar de extracción, que tiene autopistas o puentes o túneles entre el fisco y los bolsos privados.



Manaus, esa ciudad potencialmente maravillosa, tiene ese problema: es el centro de un proceso colonial. Se nota en anécdotas como aquella de la ropa blanca que se mandaba a lavar en Portugal en la época del caucho. Hoy en día, en los supermercados, uno se encuentra con esas muestras de la botánica colonial que son las lechugas aéreas o el perejil aéreo -o sea, traídos en avión de muy lejos- y se oye decir que la civilización ha llegado finalmente a Manaus porque se ha abierto una cafetería donde todo lo que se sirve es traído, ultracongelado, de São Paulo. Una colonia es un lugar donde se vive a medias, sólo para pagar lo que de verdad importa, que está lejos.
La crítica de los procesos coloniales siempre estará incompleta, verdad a medias, si se limita a marcar sus horrores y se olvida de sus mejores sueños. Los hay siempre, y es mejor no olvidarlos ni tomarlos por mentiras, porque eso nos deja a merced del primero que llegue, rebosante de sinceridad, con algun sueño nuevo. Vale la pena examinar cómo era el futuro antiguamente; leer a los prohombres que a finales del siglo XIX se imaginaban la Amazonia venidera. Son hermosos planes, no hay duda. Planes, claro está, etnocéntricos: todos ellos asumen que la vida de los indios o de los ribereños pobres es mísera y bárbara, y es casi un deber de humanidad cambiársela por otra, quieran o no. Pero aún así esos planes son claramente superiores a su realización. Los planes eran catastróficos para los indios; su realización suele ser catastrófica para los indios y para casi todos los otros. Ingenieros y geógrafos de hace siglo y casi medio se embelesaban con los incontables recursos de la tierra, o con la red hidrográfica amazónica, que ofrecía gratis una red de transporte superior al de la red de canales de Francia, que había costado fortunas incalculables. Francia era el modelo entonces, y la selva amazónica se imaginaba transformada en una especie de agro francés, pero con una potencia natural multiplicada. Lo que ha ocurrido ha sido muy diferente, y es norma poner como disculpa el medio ambiente: el infierno verde, que, convengamos, es una calumnia. Hasta hoy mismo es frecuente que los políticos locales presenten como un desastre natural la crecida de los ríos amazónicos, que ocurre todos los años con religiosa regularidad y dej en las orillas una carga milagrosa de nutrientes. El verdadero infierno amazónico es también aéreo, por decirlo de algun modo, y deriva de la carrera para agotar a toda costa y a toda prisa -el saqueo es una actividad apresurada por principio- algunos recursos naturales de alto valor, o ese otro tipo de recurso natural que son los fondos públicos para el desarrollo. No seamos pesimistas: otro modo de usar los recursos puede darse y se da aquí o allá, es verdad, siempre que no se cruce en el camino de la depredación. Pero de la red de canales con que soñaban los ingenieros de la Belle Époque nada se sabe; en su lugar están las carreteras del sistema transamazónico, eternamente sin acabar y constantemente destruidas por el infierno verde, pero que han reportado inmensas sumas a constructoras y amigos; o enormes centrales eléctricas que han cohibido esa navegación fluvial que a nadie (con poder) interesa. "El Brasil tiene que hacerse con carreteras", decía, según me contaron, otro gobernador del régimen militar mientras destruía personalmente, montado en un bulldozer, las vías del ferrocarril Madeira-Mamoré, que estaban en pleno uso. En cuanto a la soñada campiña amazónica, se va convirtiendo en enormes extnsiones de soja y pasto para ganado, y de aquella potencia natural tan preciada se cuida con pesticidas y glifosato.

Hay un engaño, involuntario a medias, en el diálogo relatado al principio. Los indios no fueron exterminados. Ahora mismo afluyen en gran número a Manaius desde sus aldeas en todos los rumbos del estados del Amazonas: Manaus es la ciudad que cuenta con más indígenas en un país, Brasil, que ya tiene más indios viviendo en las ciudades que fuera de ellas. Viven en terrenos ocupados en la periferia, o en pequeñas reservas naturales en los alrededores de la ciudad, o distribuidos por casi todos los barrios, donde sería más bien vano tratar de distinguirlos en medio de una población que se diferencia de ellos, más que nada, por haber llegado antes.
El engaño es involuntario solo a medias, porque, por duro que parezca maximizar las fechorías del pasado calificándolas como exterminio, ello es coherente con el tipo de progreso en uso: con los recursos humanos se hace lo mismo que con las infraestructuras, a cada paso se les entierra para hacerse con otros nuevos. El exterminio de la población original tiene un aspecto consolador: como ya no existen, pueden ser sustituidos con una población nueva, a la medida de los nuevos proyectos. Felizmente, la tesis no se sostiene: los indios son demasiado visibles, están ahí. La composición de alguna de esas villas indígenas de las afueras recuerda vivamente el mosaico étnico que las expediciones de captura creaban en las villas ribereñas del tiempo de la colonia: Miranha, Baré, Deni, Tikuna, Desana, todos juntos convirtiéndose en eso que alguien llamó después índio genérico, y más tarde en caboclos o ribereños. Porque la considerable matanza de indígenas que ocurrió durante siglos fue un efecto colateral de la busca de mano de obra -esclava. En su discurso progresista y nacionalista, los estados que se han incorporado la Amazonia -una decena, siendo Brasil el mayor- suelen defender, contra las reivindicaciones indígenas, una soberanía nacional que, para ser honestos, sólo existe por los indígenas. Ellos han sido la mano de obra, la fuerza armada y la clave para entenderse con el medio. Y, de cierta manera, lo siguen siendo: en muy buena parte, la vida en la Amazonia sigue basándose en claves indígenas, y lo que no es indígena pertenece a la categoría de lo aéreo, como las lechugas y los croissants; a un sistema rápido de exportación e importación; de migración, saqueo y retorno. En Manaus se puede hablar de la violencia de un progreso que se impone a una tierra y a los seres que la habitan, pero eso viene a ser banal: llama más la atención la incapacidad que ese progreso tiene de tomarse en serio a sí mismo. Es un progreso, cómo decirlo, alérgico a la historia. Cada vez que alguien esboza una crítica, responde con lo mismo: "la Amazonia no puede quedarse en la Edad de la Piedra" cuando lo que debería explicar es qué ha hecho con todas las edades que han venido después de esa de la piedra, que acabó, por suerte o por desgracia, hace mucho. Los indios que llegan a la ciudad no tienen un lugar claro en ese mundo: la opción más inmediata que se les ofrece es la de parecer restos del pasado, útiles para el turismo y para mantener verosímil esa alternativa entre el neolítico y el siglo XXI. Fuera de eso, está la alternativa de ese tipo de progreso al que le sobra rápidamente la gente que lo empujó.


Los aficionados al futbol de Manaus sigue sin entender por qué el "viejo" Vivaldão, un estadio cuyas instalaciones más recientes se habían inaugurado dos años antes, tuvo que ser arrasado para construir en su lugar una costosísima "Arena Amazônia" que, si las obra acaban a tiempo, admirará a los visitantes de la Copa. Si no acaban, no importa: las obras habrán su función esencial, esa que es mejor que nadie entienda.