miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los salmones son gente como nosotros


Había que hacer algo. Las escuelas se han vuelto anti-autoritarias, o practican sólo un autoritarismo vergonzante; el servicio militar obligatorio ha pasado al recuerdo en buena parte del mundo. Así que había que hacer algo para que el ciudadano no olvide que, en algún punto profundo de su ser, es un peón numerado, contabilizado, uniformado, agrupado en hileras, bloques y escuadrones, y listo para ser conducido a su destino. Una Gran Disciplina que tenga cara de Gran Disciplina. El Gobierno Planetario llevaba varias horas reunido para tratar de la cuestión, sin que ninguna decisión se tomase.
- ¿Qué le vamos a hacer? A la gente ya no le gustan los desfiles. Ni las procesiones…
- Pues sí...

No se veía ni el túnel antes de la luz cuando un becario tuvo una idea brillante:
- ¿Qué tal los viajes en avión?
Los miembros más antiguos del consejo dudaron... ¿el avión? ¿Volar no es un viejo sueño de libertad, volar como los pájaros o los ángeles, ver las cosas desde arriba?
El becario acudió en su ayuda:
- Bien, nosotros siempre tendremos la Primera Clase…

Unos años más tarde, el éxito ha sido total. Si le aburre este mundo pos-moderno y quiere usted sentir el gustillo de un régimen totalitario, basta ir al aeropuerto más próximo.
Allí, ciudadanos hechos a la idea de que viven a su bola conocen por fin la Disciplina. Pasan horas tiesos, avanzando a pasos lentos, de una cola a otra: para facturar, para entregar el equipaje, para pasar el examen de seguridad, el control de pasaportes, embarcar, ir al baño. No colas rectas, sino esas colas en laberinto donde se dan vueltas y más vueltas, y una y otra vez se ven pasar en sucesión los rostros pertenecientes a las espaldas que antes se perdían en el horizonte, izquierda derecha, detrás delante, izquierda, derecha, detrás, delante. Al llegar al control se quitan cinturones, botas, o todo lo que la sabiduría de las alturas exija, se cuadran ante el director de metales, pasan por scanners que los desnudan y son despojados de cortauñas, botellas de agua y cerillas si no han sido capaces de evitarlos. Un uniformado les echa la bronca:
- ¿No sabe usted que esto puede ser peligroso?
Si algo falla en el sistema montan guardia durante horas y más horas, noche y día, como soldados en campaña, durmiendo donde pueden con la cabeza apoyada en su equipaje, sin que nadie les diga qué está pasando (alguien debe saberlo y debe estar tomando las medidas necesarias). Al entrar en el avión se despoja al viajero del último residuo de su individualidad: tiene que apagar el móvil, y después se le hace sentar en posición de firmes. Los ingenieros del low cost están pensando mejores modos de democratizar los aviones: filas de sillines, pasajeros sostenidos por perchas como chaquetas en un armario, y otros recursos que puedan aumentar la capacidad de carga.
No hay cómo exagerar lo que el transporte aéreo ha hecho por volver tangible el huidizo concepto de igualdad. La clase media a la que le que gustaba volar para sentirse por encima de sus semejantes ha tenido que aprender a ser humilde y apretarse en las alturas. La clase obrera, acostumbrada a apelmazarse en el metro y a fichar, aprende que las colas no son un recuerdo de la miseria y la explotación, sino la felicidad que por fin está al alcance de todos.
Porque lo esencial de esa disciplina reencontrada es que es voluntaria. No es como la vieja mili en la que se blasfemaba del sargento. Esto es algo que se quiere, hasta se codicia, quién no quiere viajar. Aunque sea breve, este desfile se repite una y otra vez, sin límite de edad, objeción de conciencia ni deserciones; los ciudadanos se endeudan, si es necesario, para participar en él.
- Pues si a usted no le gusta viajar en avión, quédese en su pueblo.
- También es verdad.

Pero no sé, no sé... Iba yo embarcando por el finger de un aeropuerto; el avión salía de madrugada, con horas de retraso. Había una azafata plantada en medio del largo corredor y la corriente de pasajeros avanzaba en dos filas a la luz mortecina de los neones, avanzaba a pasitos cortos, en silencio, hacia una puerta que no conseguíamos ver aún. Me pareció que ya había tenido esa misma sensación hace mucho: sí, claro, en aquel viejo videoclip de The Wall, de Pink Floyd, donde filas de escolares uniformados, y con máscaras que les hacen parecer cerditos, avanzan por pasillos siniestros hasta caer en una trituradora de carne. Mi imaginación estaba exagerando, desde luego.
- Tampoco es para tanto.
Fue entonces cuando me fijé en la propaganda que adornaba los lados del corredor. Era un anuncio del banco HSBC que forraba toda la pared del corredor y decía lo siguiente:
En el futuro, la cadena de producción y la cadena alimentaria serán lo mismo



Ilustraba esa frase con fotografías de salmones con un código de barras impreso en el flanco, que avanzaban con nosotros, ordenadamente, en dirección al avión. Nadie lo miraba, casi todo el mundo iba atento a su móvil, que tendría que apagar poco después.
- ¿Y eso qué quiere decir?
Los del HSBC y sus clientes deben saber lo que quiere decir. Lo que dice sin querer (?) está al alcance de cualquiera. O no. Los proletarios levantiscos de hace unas décadas estaban convencidos de que los capitalistas eran ogros alimentados con su carne y su sangre, así que esa propaganda les habría parecido demasiado sincera, pero obvia. Sus descendientes han echado a un lado esos miedos reactivos y mientras avanzan miran con codicia en sus pantallas las inmensas posibilidades que les abre el mundo hiperconectado. Todo un banquete.
El salmón tiene mucho futuro en la propaganda, porque es un pez-alegoría: exquisitez de lujo que se ha democratizado, animal vigoroso que remontaba corrientes en honor a su libido: fotos de ese pasado salvaje suelen decorar los paquetes de salmón, un pez que hoy por hoy sólo remonta de un estanque a un congelador. Ya se ha dicho muchas veces que cuando te ofrecen algo gratis es porque la mercancía eres tú. El anuncio del HSBC sugiere que ese proverbio podría extenderse: cuando te invitan a un banquete y no te dicen cómo se paga, es porque formas parte del menú.

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