martes, 7 de abril de 2015
Dos veces ciento y pico de muertos
Los psiquiatras nos han fallado. No solo han sido incapaces de evitar que el co-piloto hiciese lo que hizo; además, insisten en que no lo podrían haber evitado. Una depresión debería impedir que un aviador subiese a la cabina, cierto, pero lo que hizo el copiloto se debió a algo muy diferente: lo definen como un potente narcisismo gravemente frustrado para el que, aparentemente, no hay pastillas en la farmacia.
Eso se parece demasiado a una culpabilidad individual, que de todas las explicaciones de un mal es, hoy por hoy, la menos satisfactoria: si la culpa es de una institución o una corporación hay alguna esperanza (no tan fundada) de pedir cuentas, o de exigir que se tomen medidas, pero un mundo de culpabilidades individuales es inquietante, un campo minado con una mina por cabeza.
Pero quizás no haya que desistir tan pronto: si quisiésemos, quizás podríamos encontrar culpables adecuados. Por ejemplo, culpables del potente narcisismo del copiloto. ¿Quienes son esos canallas que a pretexto de cualquier cosa -campeonatos deportivos, campañas electorales, anuncios de coches, de viajes o de margarinas, de colegios para los hijos- andan gritando que no hay límites para nuestros sueños? Todo indica que el copiloto había sufrido un lavado de cerebro de este tipo: no le acuciaba la miseria, no se había quedado sin nada que hacer en la vida, pero lo único que le importaba era el sueño de volar muy alto y muy lejos, que es una de las primeras formas de la falta de límites que se le ocurre a una mente con poca imaginación. Como no iba a ser posible, y como el piloto no tenía ni intereses que no fuesen sus sueños ni un responsable a mano a quien pedir cuentas, decidió hacérselo pagar a los ciento cincuenta pasajeros. La idea de que no hay límites es desde luego falsa - si no existiesen por si mismos ya bastaría con la masa de humanos empeñados en elevarse sobre la masa- y además es profundamente nociva: que lo diga cualquiera que tenga un vecino convencido de que los límites no se han hecho para él. Se le podría dar un nombre: ilimitismo. Los ilimitistas están por todas partes, y las autoridades no hacen nada por ponerles coto: hay gurus del ilimitismo; hay sectas ilimitistas, la mayor parte escondidas tras empresas de fachada; hay incluso estados ilimitistas, y toda nuestra economía está basada en el ilimitismo. Sus cultivadores deberían ser puestos en alguna lista negra, porque si es verdad que el desastre de los Alpes se debió a un narcisismo frustrado habría que preocuparse por esas ingentes cantidades de narcisismo esparcidas por el mundo a la espera de frustración.
Un grupo armado ha acabado con la vida de ciento y pico estudiantes indefensos en Kenia, y no se ve ninguna campaña con el lema “je suis un estudiante de Kenia”. Tampoco hay, que yo sepa, nadie ocupado en recriminar a sus semejantes que no hayan lanzado esa campaña. O sí, bueno: el Papa se ha quejado de esa indiferencia. En los tiempos del “Je suis Charlie”, por el contrario, había cientos de alternativas “je suis X”, indicando la infinidad de causas más sangrantes que la de París por las que uno podía indignarse. Pero su valor radicaba, a lo que se ve, no en ser sangrantes sino en ser eventualmente más sangrantes que la de los otros.
Se puede entender: los sentimientos de solidaridad no son infinitos, de modo que son muy disputados, y los suele ganar quien tiene más medios a su disposición, porque los tiene o porque los enemigos de sus enemigos los tienen.
Estudiantes kenianos no se encuentran en ese caso: son kenianos, y están lejos de esos focos que abundan, por ejemplo, en París. Son demasiado kenianos, incluso, para que los que montan guardia contra la amenaza islamista se ocupen en hacer bandera de su asesinato. El cual tampoco es atractivo para los que criticaban el “je suis charlie”. En el caso de Kenia no se explica mucho con sacar a relucir el colonialismo, los agravios norte-sur o el racismo: habría que esforzarse un poco más y, por desgracia, lo que da más impacto a las causas más justas del planeta no es que sean justas sino que estén listas para efecto inmediato.
Sospecho que la globalización de nuestra ciudadanía no es tan amplia como se cacarea: lo que ocurre en un rincón distante del planeta nos interesa, sí, pero como una especia exótica que acentúa el sabor de disputas bien conocidas. Fuera de eso, la solidaridad de las redes sociales globales es como un placebo del que es peligroso fiarse.
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Ilimitismo: dá nome aos bois e conecta aos processos (e projetos) políticoeconômicos de forma clara e direta. Por qual nome chamar a oposição a estes ilimitistas, sacanas comumente tão prestigiados? Que bom ler um novo e excelente texto seu aqui, Oscar. Abraços, Kaio.
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