domingo, 28 de julio de 2013

La Cina é vicina.


Uno


Ya dije algo en otro lugar sobre la hazaña de George Psalmanazar, un falsario (probablemente francés) que en el siglo XVIII se hizo pasar por nativo del gran Imperio de Formosa, vivió durante un tiempo en la universidad de Oxford dando clases de una lengua formosana que se había inventado de cabo a rabo, y vendió muchas copias de un libro sobre su supuesta patria. Cuando fue descubierto no se inmutó demasiado y siguió vendiendo copias de otro libro donde contaba -de un modo no mucho más veraz- detalles de su estafa. Qué tiempos aquellos en que era tan fácil engañar a la gente.

Bien, eso es optimismo. Hay muestras suficientes de que los medios de información actuales facilitan engaños de mucha mayor envergadura. Y también las hay de que ficciones de un tenor parecido a la de Psalmanazar aún son posibles.
En 1997, la editora Little, Brown & Co. publicó un documento extraordinario: el relato del viaje de Jacopo de Ancona, un judío italiano que, unos cuantos años antes de Marco Polo, había visitado el sur de China y había dejado un relato pormenorizado de su viaje. El descubridor de esa joya historiográfica fue David Selbourne, pensador político inglés, de ascendencia judaica y afincado en Italia. Él tuvo acceso al manuscrito, propiedad de un celoso particular de Urbino, y elaboró su traducción al inglés con comentarios.
El de Selbourne era ya un nombre conocido y frecuentemente polémico, y eso, junto con lo sensacional del descubrimiento, atrajo la atención de los especialistas. Unos cuantos decretaron que se trataba de un fraude; otros simplemente tenían dudas, y la polémica se fue centrando en detalles de nombres y otros datos históricos. Otras opiniones se levantaron a favor del texto, que siguió un camino más o menos exitoso por el mundo editorial.

Jacopo de Ancona, el narrador y protagonista del relato, no es un aventurero nato. Es mercader y rabino al tiempo, un hombre pacato, que se lamenta de tener que emprender un viaje tan peligroso y alejarse por tanto tiempo de su familia y de su esposa, un apasionado por el estudio, un judío devoto que anota una exclamación piadosa a cada tres líneas y es capaz de cumplir puntillosamente innúmeros preceptos de la Torah; ni un tifón del Índico consigue apartarlo de guardar el sabbath. Levanta su voz contra los cristianos que someten a su pueblo a abusos y vejaciones, y tiene una opinión más favorable de los sarracenos, que al menos son monoteístas de verdad. Pero su expedición incluye miembros de las tres religiones, y en ella singla desde el Adriático, a través del Oriente Medio y de la costa del Indostán, recorriendo una red de colonias judaicas en las que encuentra amparo y cooperación, hasta el sur de la China, al gran puerto de Zaitun, quizás el actual Quanzhou. Allí pasa un tiempo dilatado, en el que poco a poco, guiado por un mestizo ítalo-chino que le sirve de traductor, ingresa en los círculos de los sabios y los políticos locales, y se sumerge en debates sobre el modo de gobernar la ciudad y, cuestión candente, sobre lo que puede hacerse frente a la inminente invasión de los mongoles. Se ve muy cerca de ser nombrado magistrado de la ciudad, pero la violenta oposición de una facción le hace desistir, y de hecho le hace huir a toda vela de la ciudad, con una fabulosa carga de mercancías. Casi la mitad del libro es una transcripción de sus debates filosóficos, políticos y religiosos con los notables de Zaitun.

No sé decir si Selbourne es, como dicen unos, una de las mentes más eruditas, poderosas e independientes del siglo, o un cretino autoidolatrado, como dicen otros. Quizás sea un cretino si piensa que ha fabricado el apócrifo perfecto, pero puede que sea un genio si se limita a contar con la inmensa y tenaz embaucabilidad de sus prójimos. Porque La ciudad de la luz es un apócrifo, claro. Razonablemente adobado con sus observaciones sobre el lenguaje en que escribe Jacopo, con los errores de percepción que le atribuye, con sus propias dudas a respecto de la traducción, y alimentado con una erudición que no puedo evaluar pero parece considerable. Pero, al margen de que la historia del descubrimiento de su manuscrito, y las razones por las que no puede darlo a público, sean excesivamente clásicas en el mundo de los apócrifos, y al margen de que haya cometido algún error o algún anacronismo de detalle aquí o allá, el caso es que lo que cuenta Jacopo y el modo en que lo cuenta no tiene ese coeficiente de extrañeza que se espera de un manuscrito de hace ocho siglos. Sobre todo, y eso sería bastante si la simulación fuese mucho más perfecta, la China que describe se parece a la Inglaterra thatcheriana como un huevo de codorniz a un huevo de perdiz. No sé si en la China del final de la dinastía Song había algo de esa disolución pos-moderna que Jacopo retrata; pero se sabe que era aquél un mundo cuyo refinamiento técnico, desarrollo urbano y complejidad sólo se alcanzaron y superaron en Occidente hace muy poquito. Pero es que el parecido y el énfasis va mucho más allá: en Zaitun, la Ciudad de la Luz, los comerciantes se han hecho con casi todo el poder y han anulado toda regulación de su actividad, los valores tradicionales yacen en el suelo, los jóvenes son banales e insolentes, los pobres se van haciendo mucho más pobres que nunca y la sociedad carece de cohesión y de decisión para enfrentarse a las amenazas externas. Zaitun es una ciudad infinitamente globalizada: pero el relativismo de sus costumbres va de la mano de una creciente xenofobia. Cuando se adentra en los bajos fondos de Zaitun, Jacopo se encuentra con yonquis, con adustas tribus urbanas, con antros de hetero y homoperdición; asiste a espectáculos sanguinolentos calcados de series gore al estilo Saw, o a exhibiciones de strip tease o sexo explícito. Habla de prostitución, del delirio por conservar un cuerpo joven o de anorexia. Se las ve con una feminista radical que le aliena la voluntad de su criada, y llega a ser acusado falsamente de asedio y malos tratos. Todos esos flagelos están convenientemente vestidos con ropajes chinescos. Cuenta reyertas indignas entre profesores y polémicas con repugnantes relativistas morales, y pierde el aliento discutiendo con el peor de los sofistas, un teórico de la pedagogía que, para su irritación, sostiene que ningún saber ni valor predeterminado debe ser impuesto a los niños, y que la meta de la educación es respetar la idiosincrasia de cada uno de ellos, animar el despertar de su creatividad y garantizar la felicidad de cada uno de los sujetos según sus propios parámetros. En todos los debates, Jacopo se presenta como un pensador moderado pero netamente conservador, que rechaza la disolución moral y política de Zaitun: en algún momento Selbourne confiesa que le tomó en préstamo ideas y argumentos para su propio libro The principle of duty.

De modo que es masivamente evidente que Selbourne está haciendo lo mismo que en su día hicieron Montesquieu o Swift, o sea contar una historia de países muy lejanos para hablar de discordancias muy cercanas. Claro está que ellos no necesitaban, ni esperaban, que sus lectores se creyesen sus cuentos de harenes persas o reinos de Liliputh: bastaba que les siguiesen la corriente.

Lo interesante de Selbourne, y la razón para reseñar un libro ya de cierta edad, es que, en lugar de acogerse a ese género ilustre de la ficción filosófica, se haya dado al trabajo de fingir un documento auténtico. Más interesante aún es que sus contemporáneos, en lugar de optar entre ignorarlo o llevarle la corriente, se hayan dividido entre los que discuten en detalles la autenticidad del texto y los que lo aceptan como el genuino relato de un mercader judío del siglo XIII. Es en ese formato, con Jacopo de Ancona como autor, que La Ciudad de la Luz ha sido difundido por los mayores grupos editoriales y traducido a doce lenguas – entre ellas el chino. Eso tendría que significar algo . Puede ser que el mensaje de Selbourne suene demasiado inaceptable, y que él prefiera que unos cuantos le llamen falsario a que casi todos le llamen reaccionario. Pero no debe ser eso, porque Selbourne viene a decir casi lo mismo en los libros que firma con su nombre. La otra posibilidad es que la ficción filosófica, ese modo de pensar en subjuntivo, está muy devaluada, y la gente entiende que sólo interesa pensar en términos de realidad efectiva: en términos de lo que hay. Lo que hay, lo que hay, todo lo demás son mandangas. Ese es el cimiento desde donde se mide el tamaño de la credulidad contemporánea, porque, por decirlo en palabras neoliberales, mentir es mucho más eficiente que convencer.

Dos

Parafraseando un poco y extrapolando otro poco, la tesis de La Ciudad de la Luz es la siguiente: aquello que podríamos llamar la derecha económica (neoliberalismo, desregulación de los mercados, etc.) y lo que podríamos llamar la izquierda cultural (movimientos minoritarios, derechos a la diferencia....) son hermanas gemelas, y además están compinchadas en su labor de conducir a nuestra civilización en línea recta hacia el carajo. Dejando por ahora esa última parte, digamos que en la primera, por monstruosa que pueda sonar, algo debe haber de verdad. No sólo comparten las dos gemelas algunos principios relevantes -sobre todo, el individuo como elemento y como norma- como, además, ese acuerdo secreto debe ser la única explicación para que convivan. Cómo podría explicarse, si no, que unos consigan desafiar pilares del orden tradicional -mediante el matrimonio gay, por ejemplo- al tiempo que no consiguen mantener, yo qué se, nociones de salario mínimo o un mínimo de garantías laborales. Y que los otros, los que imponen la desregulación de los mercados, peleen también -con menos éxito- por conservar valores tradicionales. Bien, no es una novedad: ya Marx (con el que Selbourne comparte algún tatarabuelo) dijo algo sobre eso.

A Selbourne no le gusta ni el neoliberalismo ni el multiculturalismo, así que no es ni de derechas ni de izquierdas: es reaccionario. Los reaccionarios no son, contra lo que se suele suponer, sicarios extremos del partido del gobierno: son utópicos que en lugar de suspirar por un futuro maravillosamente igualitario y libre añoran un pasado donde todo el mundo hacía lo que era debido (respetar a sus mayores, cuidar de los desfavorecidos, honrar el mérito, castigar el crimen). Más utópicos que los otros, quizás, porque las utopías del pasado ya nacen desmentidas: el pasado, los historiadores lo saben de sobra, no fue así. Hay una cierta coherencia entre el mensaje de Selbourne y el vehículo que escogió para exponerlo. La vuelta al pasado no es imposible porque el pasado sea pasado: todo el tiempo reciclamos el pasado alegremente, casi sin darnos cuenta; lo que es más difícil es que vuelva como realidad lo que siempre fue apócrifo.
Pero ¿por qué un reaccionario tendría que optar por ese modo tortuoso de maldecir de sus contemporáneos inventándose una nueva versión del viejo tema de la China Pervertida? La Ciudad de la Luz del reaccionario Selbourne es más bien tenebrosa. Bien, los reaccionarios se han multiplicado: padecen ese tipo de soledad peculiar de las multitudes. Los que ven con disgusto los nuevos valores o los nuevos hábitos son reaccionarios; los que reprueban los nuevos modos de organización del trabajo, incluyendo el trabajo político, somos reaccionarios; y los que miran con recelo los sistemas de comunicación que cimientan lo uno y lo otro somos también reaccionarios, o nativos de otro siglo como se dice. Son relativamente pocos los que consiguen moverse a gusto y sin nostalgias entre esos tres pilares de la actualidad. Sobre todo duran poco: se ha adelantado mucho la edad a la que se empieza a decir “en mis tiempos era mejor”, y el entusiasmo por este mundo magnífico y lleno de posibilidades inéditas suele reducirse mucho cuando se pierde el subempleo. En realidad, este mundo magnífico genera tal vez más descontentos que cualquiera de los que le precedieron, por mucho que no tengan nada en común salvo un vago descontento. No ven alternativa a su alcance: si se inventan una China de la dinastía Song que se parece tanto al Occidente de la dinastía Samsung debe ser para sugerir que toda la realidad incuestionable de hoy es también un apócrifo.

2 comentarios:

  1. Acho que isso aqui daria um belo post no Cafe Kabul...

    http://io9.com/unbelievable-nail-houses-around-the-world-892781747

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