jueves, 27 de junio de 2013

El de las mujeres morenas.


Me dice M. que hay en el Thyssen una exposición de Julio Romero de Torres, y me sorprende esa celebración -en el mero centro de lo estéticamente correcto- de ese pintor que fue relegado en su día al penal de los calendarios, y después al casi-olvido. Pero no. La exposición está en el Thyssen de Málaga, que queda muy lejos: Romero de Torres ha sido reivindicado, pero no tanto. Sus cuadros vuelven a cotizarse, parece, y a ser colgados en museos de renombre, pero Romero sigue más o menos sumergido en esa sopa de infamia que lo asocia con la España rancia de charanga, pandereta y señoritos (más rancia aún porque se ha vuelto demasiado actual), con el franquismo y con convenciones añejas a respecto de las mujeres. O de la Mujer, porque es uno de esos pintores que, a pesar de haberse ejercitado ante decenas de modelos y de ser un cotizado retratista, parecía plasmar siempre La Misma.
Y el caso es que a Romero de Torres, enormemente popular en su época a derecha e izquierda, no lo maldijo, que yo sepa, ningún crítico ilustre, no lo enterró ninguna vanguardia. Su caso es un buen ejemplo de los métodos de auto-empobrecimiento de la cultura española, porque lo que contribuyó a denigrarlo fue el billete de cien pesetas con su imagen que, quién sabe por qué, el Banco de España imprimió allá por 1953; fue la tonadilla que cantaron en su honor Estrellita Castro, Manolo Escobar y otras voces del tópico; y fue quizás ese bigote fino que usó durante algún tiempo, por muchos años casi un uniforme de la masculinidad franquista. Accidentes. Romero y su bigote desaparecieron en 1930, bien antes de que el franquismo fuese un término siquiera imaginable. Por su herencia y su trayectoria, Romero se situaba más bien entre esa burguesía ilustrada y republicana que Franco fusiló a contento, y de hecho parece que llegó a ser aviador voluntario en la Gran Guerra, luchando contra el Kaiser. Su arte podía ser muy académico en las formas, pero no le faltaban elementos para que el statu quo lo rechazase: sobre todo, resultaba indecente. Curiosamente, ese autor marcado por sus desnudos acabó por conseguir un puesto en la Academia de Bellas Artes, en la cátedra de Ropaje; y sus amigos estaban más bien en la vanguardia intelectual y artística. Fue Valle-Inclán, aquel extravagante ciudadano, quien le escribió la presentación de un catálogo. (Pinche la imagen para verla entera)
Para los progresistas del pincel, su arte puede ser academicista, sus formas y sus colores molestamente viejos; pero eso mismo le pasa a casi todos los simbolistas y a muchos surrealistas, dispuestos a encontrar sus innovaciones en los significados más que en los significantes.

Ese simbolismo desmiente rotundamente la tonadilla: porque las guitarras cantaoras, las mantillas, el taconeo, la seguiriya, los brazos de bronce y los ojos de misterio están en sus cuadros como símbolos, o sea están en nombre de otras cosas o por lo menos de algo más que si mismos. Pero la rutina ve mucho más (no mejor, por cierto) que los propios ojos, y es por ello que se ha podido ver como un pintor folclórico a alguien que retrató El Cante Jondo tal que así:


Violencia de género en primer plano, con sus antes y sus despueses, un cielo tenebroso y una divinidad en pelotas que lleva la mantilla y la peineta con una especie de desapego: nada que cupiese en los billetes.
No tendría yo ni veinte años cuando, un poco por casualidad, fui a dar con el Museo Romero de Torres en Córdoba, y se me ocurrió entrar a ver las obras de ese pintor oficial de las cien pesetas. Lo custodiaba un portero con aire muy apropiado de guardia civil. Fue casi un choque encontrarme con ese denso erotismo estrellado en las paredes. Mujeres y más mujeres; casi no pintaba nada más, y ese objeto obsesivo puede ser mal visto hoy día -en general hoy día se ve muy mal.


Pero una vez más habría que preguntarse qué ojos propiamente dichos pueden haber visto en esos retratos ideales la encarnación de la mujer española tradicional, o la mujer objeto española, o simplemente, para volver a la tonadilla, un alma llena de pena. Esas esfinges gitanas o agitanadas encajan mal en las variedades conocidas de la mujer objeto: ni un mohín ingenuo ni una agresividad histriónica ni un gesto de súplica. Basta mirar bien para notar que son todas solemnes, da lo mismo que estén desnudas o semivestidas, con una cabeza cortada o las tetas en una bandeja, entre naranjas. A veces, quizás a petición de la cliente, sonríen con discreción. Si ese señor retrató alguna vez la España tradicional o sus costumbres lo hizo a la profundidad de los arquetipos eludidos. Se puede sospechar que esa Mujer que se empeñaba en pintar es algo así como Bernarda Alba cuando joven. Que Bernarda Alba diese en lo que dio, y que la mirada española no haya apreciado debidamente a su pintor son, probablemente, harinas del mismo costal.

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