jueves, 17 de enero de 2013

La Odisea de Sabine


Sabine Moreau es una heroína de nuestro siglo, y su aventura representa para nosotros lo que el viaje de Ulises representó para la antigüedad clásica: una síntesis de nuestras concepciones del mundo, el espacio, el tiempo y el destino. Ulises zarpó de Troya decidido a volver a su hogar en Ítaca, una navegación, a lo sumo, de algunas semanas; pero el capricho de los dioses lo mantuvo vagando por los mares durante diez años; la señora Moreau fue a recoger a la novia de su hijo en una estación de tren en Bruselas, a sesenta kilómetros de su casa, pero un error de su GPS la llevó hasta Zagreb, capital de Croacia, a 1500 kilómetros en dirección contraria. En la Grecia antigua el tiempo, a lo que se ve, sobraba; ahora nos falta, pero en compensación las distancias se han achicado y se puede llegar en dos días a no importa dónde sin saber cómo. No han pasado cinco días de su hazaña, y el relato ya se altera como el de los viejos mitos: el nombre del punto de partida cambia, se dice que Sabine Moreau buscaba a su nuera o a un amigo, en el aeropuerto o en la estación ferroviaria. Pero son otros los detalles que importan.



A Ulises lo detuvo la monstruosa diversidad de los paisajes que recorrió: en cada punto encontraba pueblos de costumbres extrañas, seres espantosos y letales y, todo hay que decirlo, mujeres interesantes. Sabine Moreau siguió hacia su destino final sin detenerse por una ruta de perfecta mismidad, donde un país tras otro pasaba sin que nada importante se alterase en lo fundamental -la disposición de las vías, las señales de tráfico, el modo de pagar con la tarjeta o de abastecer el depósito de gasolina. No se dejaba distraer por las lenguas que cambiaban, pues quién no sabría que ya se hablan todas las lenguas en todas partes. Y cuando los carteles le anunciaban que pasaba por ciudades que no estaban en su ruta -Colonia o Frankfurt- ella, mucho más fiel que Ulises a su destino y sus deberes, desoía esos cantos de sirena y, en sus propias palabras, simplemente aceleraba. Aún nos falta un poco para que todo sea igual en todas partes, pero un espíritu refinado sabe subsanar ese fallo mirándolo todo del mismo modo, y acelerando.
A Ulises le acompañaban los avisos y los consejos de los dioses, tantas veces contradictorios; a Sabine Moreau la voz de un GPS que siempre le decía “siga adelante”: de la Grecia arcaica para acá, hemos descartado la superstición y las fantasías forjadas en el sueño, y hemos aprendido a confiar sólo en los medios que nos ofrecen la ciencia y la tecnología, lo que es decir el propio ingenio humano. “Estaba distraída”, dice la señora Moreau, y en eso se basarán muchos para hacer bromas ligeras; Ulises, por su parte, estaba muy atento y era, como dice Homero, fértil en astucias. Basta mirar la situación actual de Grecia para ver a dónde llevan esas astucias antes o después. La distracción de la señora Moreau, por el contrario, procede de una confianza bien escogida: ella es el símbolo de la madurez del pueblo europeo, que sabe guiarse por el consejo de los expertos, en lugar de librarse al testimonio de los propios sentidos, a veces tan engañoso.

Kavafis, en un famoso poema, decía que un viaje se justifica no por la meta a la que llega sino por el sedimento de saberes que deja en el viajero. Sabine Moreau no es una señora belga despistada, Sabine Moreau somos todos, y su viaje simboliza una sabiduría nueva, más sutil que la que soñaba Kavafis: para qué acumular saberes, si todo lo que hay que saber ya está en la red. Su aventura demuestra, y nadie podrá negarlo, que con esa convicción se puede llegar muy lejos.

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