viernes, 9 de noviembre de 2012

Episodios Nacionales


Hace tres o cuatro años se comentó mucho en Brasil una encuesta según la cual muchos portugueses, más de la mitad creo, eran partidarios de la (re)unificación con España. Una disposición amistosa que se agradece, aunque la mayoría de ellos, portugueses taimados tal vez, opinasen que la capital de la Iberia completa debería estar en Lisboa. No me pareció tan mala idea. Un chiste muy viejo, creo que portugués, cuenta que a Felipe II le ofrecieron tres lugares para poner su capital: en Barcelona, si quería conservar su imperio, en Lisboa si quería aumentarlo y en Madrid si quería perderlo. Las dos primeras profecías tendrán sus riesgos, la tercera es segura, no sólo porque ya se cumplió sino porque contaba con buenas razones. Pero a quién le interesan ya; ni siquiera creo que los portugueses se acuerden de lo que pensaban hace tres o cuatro años, con la que está cayendo.
Quizás los portugueses pretendían en el fondo apropiarse del resto de la península mientras el resto de la península suponía apropiarse de Portugal; esos modos de pertenencia son más bien vagos. La isla de Perejil y la finca del señor Schumacher o del jeque Adelaziz en los alrededores de Marbella son de España, o sea son nuestras, y Gibraltar no, pero Gibraltar es el único de esos lugares donde puedo entrar. Soberanía, propiedad e identidad son cosas muy diferentes en la práctica, pero tienden a confundirse en el lenguaje corriente, que es donde se generan los buenos y malos humores; se habla como si unificaciones e independencias fuesen robos, devoluciones, matrimonios o divorcios, pero con un poco de hipérbole.
Es que en los tiempos que corren las naciones se han vuelto un poco como esas viejas unidades de medida, toesas, azumbres o escrúpulos, que nadie recuerda qué ni cuánto medían. No hace tanto tiempo medían mucha cosa: lo que los ciudadanos memorizaban en la escuela, lo que vivían en la mili, lo que podían comprar y lo que podían ganar al mes, dónde podían vivir. Las fiestas nacionales celebraban alguna guerra contra la nación vecina, y los himnos nacionales incitaban a degollar a los bárbaros de al lado. Bien, siguen incitando, pero nadie toma ese estribillo en serio, con la excepción nada feliz de los Balcanes; por lo demás las nacionalidades se han convertido en algo cuyos efectos sólo juristas avezados consiguen captar. El ciudadano medio de una nación recién liberada del yugo extranjero sabrá que su capital está ahora en Bratislava, Edimburgo o Barcelona; pero seguirá sin saber dónde se toman las grandes decisiones que le afectan (¿Bruselas, Nueva York, las Islas Caymán?); y sabrá que los aparatos que compre, sean Ipads, zapatos o banderas de la nueva nación, continuarán viniendo de China.

Sobre las grandes decisiones los ciudadanos tienen el mismo poder que tienen los consumidores sobre lo que compran, quizás un poco menos: lo toman o lo dejan, y dejar un país sigue siendo más difícil que dejar una compañía telefónica. La cultura empresarial se ha hecho cargo de la política, creando conceptos como el de la marca-país. La marca-España va mal, como se sabe, así que la campaña de Artur Mas podría muy bien adoptar como lema alguna versión catalana de aquel dicho castizo que manda al último que apague la vela. Ha preferido otro: Espanya ens roba. Se especula sobre las posibilidades de la marca-Catalunya, que quizás traiga más beneficios, al menos a quienes la administren. Ya lo hace: Artur Mas, dicen los periódicos, es el único gobernante de Europa a quien sus ciudadanos no culpan de la crisis. No es poco mérito, porque todos los otros se han esforzado también por echar la culpa a otros. Artur Mas es un hombre moderado que no pinta a España como una banda de monstruos sedientos de sangre: le basta pintarla, al gusto de la tradición, como una banda de gorrones. O de carteristas.



Claro que los nacionalismos siempre han preferido tonos más épicos: defender nuestras tierras y nuestras mujeres de la baba extranjera, o por lo menos evitar que nuestra materia prima y nuestra mano de obra barata siga fluyendo hacia la metrópoli. A naciones oprimidas como Quebec o Cataluña, un poco más ricas que sus metrópolis, no les queda más remedio que esgrimir la contabilidad, ponerle un poco de música marcial, y esperar que las contabilidades independientes sean mejores.

No hay, que yo sepa, ninguna capital que haya reivindicado su independencia del resto del país, lo que no sorprende porque la suelen tener ya: a tenor de lo que se legisla en ellas, las capitales parecen estar en otras tierras, a veces incluso parecen no estar en La Tierra. El caso es que el rey Felipe tampoco puso su capital en Barcelona, y así el catalanismo ha sido uno de los componentes de la historia de este país: no sólo es imposible imaginar qué habría sido España sin Cataluña, tampoco hay cómo saber qué habría sido sin la oscilante pero persistente intención de Cataluña de ir por otro lado. El primer intento data de mediados del siglo XVII, la misma época en que Portugal realizaba con éxito el suyo; Cataluña fracasó, volvió a fracasar después un par de veces y se vio abocada a las sombras y los gozos de ser la esquina adelantada de un país atrasado. Portugal triunfó y se dedicó a ser Portugal, ese país que pasa por la crisis con una especie de decantada melancolía que los ex-nuevos ricos podemos a veces envidiar.

Claro que por encima de la contabilidad está la identidad, y esa comunidad imaginada que según un tal Anderson es la nación. Imaginada y emotiva, porque no hay nación propiamente dicha sin una cierta efusión que no se puede explicar. La identidad da mucho juego. Cualquiera puede mirarse al espejo y preguntarse quién soy; o indagar en el significado profundo del nombre que le pusieron; o preguntarse por qué la tierra que me vio nacer a mí, o a los padres de los padres de mis padres, me atrae y me conmueve más que ninguna otra, o por qué el sol que brilla sobe ella brilla más que en otras partes del planeta. Mientras no sirvan de coartada a masacres, son sentimientos muy dignos de respeto aunque no sea más que porque, de hecho, se han vuelto raros: la gente suele mirar más a sus pantallas que a sus paisajes. A estas alturas puede que el nacionalismo se haya convertido en una aspiración a que el estado se ocupe de cultivar ese amor al terruño que los ciudadanos ya no tienen tiempo de sostener por si mismos.

Alguna independencia, a decir verdad, la queremos todos; a mi me gustaría independizarme de un país donde radicasen los aznares, los fabras, los roucos y los ejecutivos de Bankia y los promotores del chapapote inmobiliario que cubre las costas. Me gustaría incluso si eso empeorase la contabilidad, lo que parece difícil. Pero ellos están repartidos por todas partes, Cataluña incluida, y por mucho que estén de acuerdo para casi todo no lo estarán para encerrarse, ellos solos, en algún enclave. No hay como separarse de ellos, quizás no haya como librarse de ellos. No sé si a los catalanistas la independencia les solucionará algo; a mi no, y a ellos me temo que tampoco. A mi no me apetece vivir en un país con una lengua menos, y ellos seguirían viviendo en un país con una lengua más; no sé si con una Cataluña independiente yo me sentiría un tercio menos mediterráneo, pero a ellos les seguirá afectando el anticiclón de las Azores igual que antes; a mi no me conmueve que mi país se libre de una parte muy diferente, y quizás a ellos les decepcione convertirse en otro todo muy parecido. En resumen, la independencia de Cataluña no me agrada, aunque me agradan aún menos los recursos que este gobierno propone para evitarla. Si llega a convocarse esa fiesta del Tú Mismo que sería el plebiscito de la independencia habrá que reconocer que los catalanes tienen el mismo derecho que todos tenemos a votar desgracias.

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