jueves, 23 de octubre de 2014
Los fascistas, vistos como gente normal
Campaña electoral en Brasil. El tono (de candidatos y militantes) se calienta, y saltan temores y acusaciones de fascismo en todas direcciones. No es ningún privilegio haber vivido unos cuantos años (los bastantes como para recordar bien) en un país sometido a un régimen fascista o semifascista (España, por supuesto). Pero es una experiencia que puede ser útil compartir con quienes no la tienen. Sobre todo con quienes repudian el fascismo pero se han acostumbrado a verlo como, yo qué sé, puro sadismo llevado a la política. Buena parte de lo que se escribe y filma contra el fascismo transmite un mensaje de este tipo: “si te encuentras por la calle a un tipo que echa espuma por la boca y empuña un puñal ensangrentado, ten cuidado, puede ser peligroso”. Si todos los fascistas gastasen su tiempo en orgías perversas y en matar gatos a cabezazos no serían un peligro general. Pero por desgracia suelen ser gente mucho más normal.
Para empezar, es bueno recordar que hay formas extremas de opresión, explotación, violencia y mistificación masiva que no son fascistas. El fascismo es una variedad, no un grado.
Hablar de fascismo es un merecido homenaje a su primera versión, la italiana, pero cada fascismo tiene sus peculiaridades, y los seguidores de algunos de ellos rechazarían de plano el nombre.
Los fascistas también niegan de plano ser de derechas, y en esto vale la pena tomarlos en serio: todos los fascismos asumen parte significativa del programa, las consignas y los símbolos de la izquierda, y claman por superar la obsoleta dualidad izquierda-derecha; y el daño que pueden hacer se da por eso, y no a pesar de eso.
El fascismo se lleva muy bien com la hiper-comunicación: mensajes sumarios de distribución multitudinaria. La presente proliferación de la comunicación en tiempo real puede ser más un caldo de cultivo que una vacuna. Hitler, creo yo, habría sido un as del twiter.
Nótese, los fascistas no suelen tomar el poder mediante masacres. Más bien por golpes contra sistemas que ya se caen de maduros, o hasta por medio de las urnas. La excepción fue España, donde el fascismo armó una guerra muy cruenta. A su modo la perdió, porque mucho más que ellos la ganaron castas con más experiencia (militares, clero, latifundistas, banqueros) que, aunque no desdeñaron los métodos fascistas, le sumaron los suyos próprios. A pesar de su simpatía por la parafernalia militar, la violencia fascista es de intensidad media: follón callejero, palizas, pistolerismo e intimidación. La guerra declarada em gran escala es una actividad que requiere otro tipo de habilidades, y por mucho que la hayan practicado les ha salido siempre mal.
Los fascistas no son meros reaccionarios. Decoran com alguna chatarra nostálgica una ideologia que está entre las más modernas, y se puede llamar progresista en su sentido literal. Los fascistas adoran la nueva tecnología. Siempre quieren acabar con modos vetustos y mohosos de hacer las cosas, y siempre contaron com el apoyo de alguna que outra vanguardia. Se especializaron em obras gigantescas, y especialmente en grandes redes de carreteras: por totalitarios que fuesen, fomentaron el transporte individual y expandieron la industria del coche popular.
Los fascistas son populistas: si no tienen gustos e ideas muy populares, que es lo más común, las fingen, y nada les gusta más que decirle a un adversario: “eres un burgués que no entiende las necesidades del pueblo”. Las élites de toda la vida los suelen considerar una ralea y un mal menor que, a cambio de alguna incomodidad, suele reportar grandes beneficios.
Los fascistas no son especialistas en crear miseria. Suelen surgir en regímenes liberales que ya han creado la suficiente para que ellos puedan aliviarla (las primeras legislaciones laborales de vários países fueron implantadas por ellos, y su relación com el sindicalismo es abundante). Parte de su pacto con los mandamases consiste en garantizarles enormes ganancias y seguridad a cambio de una modesta distribución de renta (recuerdo personal: los pisos minúsculos de mi barrio, todos decorados con el emblema del martillo, la espiga y la pluma, para que nadie olvidase a quién eran debidos).
Nostálgicos del Imperio, o aspirantes a él, los fascistas suelen ser críticos elocuentes de los imperios ajenos (recuerdo personal: el agrado com que los fascistas tarareaban aquella canción: "Con las barbas de Fidel vamos a hacer una escoba, para barrer a los yanquis de la América española") Eso les facilita ciertos acuerdos con la izquierda, que siempre tiene tiempo después de arrepentirse.
Los fascistas son alérgicos al blablablá, que en su opinión es cualquier discurso que no sea contundente y de aplicación inmediata. Pero se sienten muy halagados si algun intelectual criptico depone su actitud para recitar unas consignas (la estilográfica con que Franco firmaba sentencias de muerte era "el falo invicto del Caudillo" según un surrealista).
Los fascistas dependen de su capacidad de generar odio hacia alguna parte de la población, pero no un odio simple sino uno que consiga amalgamarlos todos. Su enemigo ideal tiene que estar al mismo tiempo por debajo y por encima, o sea; ser feo, miserable y sucio y al mismo tiempo vivir regiamente a costa de la sangre o de los impuestos del pueblo. Normalmente esos defectos no se presentan juntos, así que hay que inventar mucho, pero al fascismo no le falta inventiva (los rojos preferidos de los fascistas españoles no estaban en los barrios obreros, sino en París, gastando en grandes juergas el oro español robado por Moscú).
Los regímenes fascistas son difíciles de eliminar, entre otras cosas porque suelen hacerse con un apoyo nada desdeñable, activo o pasivo, de la población. Más que del terror se han valido de la burocracia, el conformismo y un calculismo muy corriente. Para disimular ese detalle desagradable, una vez el régimen ha caído, se suele exagerar su aparato represor; pero los fascistas no suelen necesitar enormes aparatos de represión porque delegan en la población la intimidación corriente. En un régimen fascista, un portero fascista tiene casi rango de general.
Lo peor de los fascismos no es su violencia, sino su amor a la simplificación y a la contundencia. Un fascista, por supuesto, puede ser una buena persona llena de las mejores intenciones. Lo peor del fascismo no es el punto de donde parte (ese en donde la simplificación y la contundencia consiguen algunos resultados "positivos") sino el punto donde acaba (allí donde la simplificación ya no da frutos, pero se puede seguir probando la contundencia).
Los fascistas se han visto convertidos en ogros de película de Bertolucci, Tarantino o Guillermo del Toro, que están muy bien para detestar a los fascistas pero no para saber dónde están. Es tentador llamar "fascista" a cualquier adversario que grite mucho, sea cual sea su tendencia, y siempre hay algun buen motivo porque los rasgos fascistas son modernos, y cada vez más comunes. Claro que ninguno de ellos por sí solo convierte a ningun partido en fascista, pero a medida en que proliferan componen un panorama en que, para que salga un fascismo de verdad, no hay más que esperar.
martes, 14 de octubre de 2014
Reynoso y el exotismo
Quizás no sea necesario que uno se ocupe de responder a todo autor que, en nota al pie de un ataque en regla a colegas bien más conocidos, le cita entre los lacayos del error. Se trata, esta vez, de Carlos Reynoso y de su libro Crítica del Perspectivismo, que ha publicado ya en internet antes de la edición definitiva. En él hay una referencia a un libro mío que supongo no ha leído: lo incluye en una lista de obras “perspectivistas” copiada, supongo, de otra crítica semejante, cuya autora tampoco lo leyó: responder a eso es responder a la pregunta que no se alcanzó a formular.
Pero si uno se dedica a la docencia y el viernes va a hablar a sus alumnos sobre debates actuales en antropología, no tiene más remedio que responder, porque el texto del señor Reynoso es un ejemplo denso de las miserias que padecen los debates en la antropología, o quizás los debates intelectuales en general.
Carlos Reynoso lleva años fustigando todo aquello que percibe como moda en la antropología. De Levi-Strauss a los postmodernos y a los diversos géneros de post-estructuralistas; entre otros. Sus críticas están diseñadas para ser demoledoras, o sea describen sus dianas como impostores inverosímiles aclamados por cretinos inexplicables. Son críticas, como puede verse, al por mayor, que por ello tienen que asumir una de las taras que con más frecuencia achaca a sus criticados: la de despacharlo todo en grandes paquetes atados con hilitos.
Esos hilitos suelen ser contabilizados como “teoría”, y con eso sale a la luz ese carácter parasitario, o vacío, que el discurso teórico tiene en la antropología cuando se ahorra ese otro menester más largo que es la descripción. A diferencia de lo que ocurre con la filosofía, o las matemáticas o las very hard sciences, la teoría no parece, en las ciencias humanas, muy capaz de compendiar lo que esas ciencias tienen para ofrecer. Basta con volver la vista atrás, y no muy atrás, para reconocer que lo que nos queda de la antropología son descripciones a veces (no siempre, claro) reveladoras, auxiliadas (a veces entorpecidas) por su andamiaje teórico, pero no resumidas en él. Pero el señor Reynoso espera mucho del andamiaje, y por ello no se da el menor trabajo para examinar lo que los “perspectivistas” hacen gracias a (o a pesar de) sus teorías. En lugar de eso, la emprende con sus usos del dualismo cultura-naturaleza, o con lo adecuado o no del nombre del movimiento (que el propio Reynoso le da; el movimiento en si no parece haberse decidido por una etiqueta); busca definiciones taxativas de cultura o de red o de chamanismo, convencido de que la manera de garantizar que una investigación llegue a buen puerto es saber de antemano, con la mayor exactitud posible, a dónde debe llegar. No las encuentra, o las que encuentra se le hacen vagas o incoherentes. Para animar su diatriba prodiga adjetivos que sirven como argumentos (llamar a alguien “antropólogo de tercer orden” vale por un tratado), cuenta cómo los perspectivistas se citan obsequiosamente o se apuñalan por la espalda, y especula sobre la vanidad con que se auto-buscan en el Google. O pone una foto de la cremación de un brahmán balinés, realizada con la ayuda de un compresor “de última generación”, para explicar a los perspectivistas que chamanes y brahmanes no viven en la edad de piedra. Se agradece, aunque “compresor” y “última generación” parece un extraño par de términos en una selva amazónica, o en unas tierras altas melanesias, donde ya abundan los IPads.
El señor Reynoso tiene especial cuidado en señalar que todo lo que el perspectivismo dice ya fue dicho antes y mejor por alguien, y distribuye certificados de obsolescencia, que es el peor pecado que conocen los modernos, convencidos de que sólo ellos dicen cosas realmente nuevas. Carlos Reynoso, aunque eso no sea tan fácil de encontrar en una obra abnegadamente consagrada a los errores de los otros, cultiva o aprecia la antropología cognitiva, cuyos “trabajos recientes”, dice, podrían dar a los perspectivistas una mejor “comprensión del trance, el sueño, la embriaguez, la crisis bipolar, las alucinaciones hipnogógicas e hipno-pómpicas y otros estados de la mente, aportando un caudal de saberes y conceptos que son inherentes a la comprensión dinámica de la conciencia en general y del viaje shamánico en especial”. Parece justo aunque en rigor no muy nuevo. Pero ¿qué tal si en una recensión futura avisa también a sociólogos y economistas que no sigan dándole vueltas al concepto obsoleto de capitalismo, antes de enterarse de lo que “las ciencias sociales cognitivas” dicen de la farmacodinámica de las benzodiazepinas o las benzoilmetilecgoninas? Eso sería también es un conocimiento inherente a la comprensión dinámica de la conciencia en general y del trabajo globalizado en especial. No es una boutade. Hasta donde alcanzo a ver, uno de los principios de eso que Reynoso llama “perspectivismo”, a saber la simetría, sugiere precisamente que si una cultura puede ser descrita en función de sus relaciones de parentesco, sus teorías económicas o sus drogas, entonces las otras podrían también ser descritas en función de sus relaciones de parentesco, sus teorías económicas o sus drogas. Creo que eso puede ser una práctica nueva, aunque desarrolle conceptos no tan nuevos; nuestra civilización está empachada de autoconciencia, y le vendría bien mirarse de otro modo. Pero a Reynoso eso le parece un malabarismo inocuo porque, en su mundo, las culturas se dividen en dos grandes grupos: las que se explican por un colocón y las que, como la del capitalismo, se explican por sí mismas.
Toda la policía epistemológica desplegada sobre los conceptos y su genealogía diría muy poco si no dispusiese de metralla ético-política. La que se suele cargar en los alegatos contra el perspectivismo consiste en acusaciones de alienación: no es un sistema de pensamiento que habilite a la antropología para enfrentar tareas de gestión, diagnóstico e intervención, palabras que usa el autor. Bien, conozco muchos antropólogos dedicados a la gestión, el diagnóstico y la intervención y sé que siguen tendencias teóricas muy diversas, entre ellas eso que Reynoso llama el perspectivismo. Un antropólogo puede ser un expert valioso en algunos campos porque tiene un cierto conocimiento del terreno y porque se ha estado fijando en aspectos de ese terreno que otros experts suelen ignorar. Pero el señor Reynoso parece pensar que esa habilitación depende más bien de otra cosa, de una teoría adecuada. Me temo que eso, más que una llamada a la eficacia, sea un anhelo de tecnocracia, como si los problemas que enfrentan las minorías étnicas dependiesen de soluciones especializadas (como la sobrecarga del sistema eléctrico o la resistencia del cemento), y no de una acción política al alcance de los ciudadanos, y en primer lugar de sus afectados directos. El anhelo de una teoría poderosa suele ser visto injustamente como un lastre positivista, cuando habla más de intelectuales ansiosos por abandonar la torre de marfil de la academia para instalarse en la torre de cemento y vidrio de la alta burocracia.
La otra acusación que reaparece en todas las andanadas contra los perspectivistas (y que sirve de base a la primera) es la de la exotización. Cómo no, si en las páginas perspectivistas abundan términos como chamanismo, animismo, totemismo, fósiles de la antropología “victoriana”. La exotización, se dice, ha sido un arma del colonialismo y lo sigue siendo, por mucho que el colonialismo haya puesto medios a veces muy contundentes para que los colonizados dejasen de ser exóticos y se volviesen mano de obra. Ese estigma del exotismo es ambiguo. Porque cuando se acusa a alguien de exotizar parece como si, más que acusarle de una ficción, se le estuviese acusando de una calumnia. No de falsificar la imagen de los indios, sino de denigrarlos. Es que la exotización, se dice, ha sido siempre un pretexto para la dominación. Pero me temo que ese pretexto no ha sido tan relevante como se dice en una historia colonial donde los pueblos que aparecían como salvajes y caníbales (exóticos) han sido en general deglutidos, sí, pero no antes de que lo fuesen los que aparecían como mansos y cuerdos. El señor Reynoso aún necesita poner un “sic” detrás de “salvaje” para citar “El pensamiento salvaje” de Lévi-Strauss, como si lo que ya sabemos sobre la “urbanidad”, la “domesticación” y la “civilización” aún permitiese tomar “salvaje” como un insulto. Debe ser de aquellos que entienden un “salvaje” accede por fin a la dignidad cuando se vuelve un votante medio. Reynoso suscribe y extiende a los perspectivistas (a estas alturas basta un arco y una flecha para convrtir un texto n “perspectivista”) la crítica que Bartholomew Dean hace a Clastres, perspectivista póstumo:
“Mientras que Clastres pinta a los Guayaki en una luz románticamente positiva, su Crónica esencializa sus identidades culturales de maneras que hacen virtualmente imposible imaginar su lugar en la sociedad nacional “moderna” de Paraguay”.
Pero, ¿de verdad hace falta “imaginar” cuál es ese lugar que cabe a los Guayaqui en la sociedad paraguaya y a otros indios en otras sociedades semejantes? Ese lugar es muy real y se sabe perfectamente cuál es: el del sub-proletariado, al que han accedido regularmente (si no han desaparecido antes), generalmente con las bendiciones de una antropología dedicada a la gestión. No puede sorprender que el movimiento indígena, muy especialmnte en Brasil, se aferre muchas veces a identidades culturales esencializadas, a esa imagen primitivista tan denostada, y en suma a algún tipo de “exotismo”, porque en los países en cuestión (mientras no los cambie alguna teoría adecuada para el diagnóstico y la intervención) son esos los únicos argumentos que se le permiten para, por ejemplo, conservar unas tierras donde poder vivir en pleno siglo XXI. O, quién sabe, hasta para dedicarse al exotismo sin complejos.
Eso nos lleva al final de este comentario, que tratará del exordio del libro de Reynoso. Una pieza fundamental en su argumento porque muestra, según él, la miseria moral de los perspectivistas. Reynoso se refiere a un artículo que el lingüista (y ex-misionero del SIL) Daniel Everett publicó en Current Anthropology a respecto de las relaciones entre la lengua de los Mura-Pirahã y su cultura. La lengua de los Pirahã no es nada fácil de aprender; es, entre otras cosas, una lengua tonal que permite comunicarse desde lejos sustituyendo la voz por el silbido, y que tiene formas muy originales ligadas a la experiencia inmediata. Pero le faltan, dice Everett, elementos suficientes como para poner en duda algunos axiomas de Chomsky sobre el lenguaje humano, ya que los Pirahã son humanos y su lenguaje, a pesar de ello, no tiene ni tiempos verbales ni número ni, especialmente, recursividad. Los Pirahã tampoco tienen equivalentes de nuestros mitos, rituales o artes, y la tarea de contar hasta diez se les hace demasiado abstrusa. Everett -retomando una vieja teoría de Whorff- sospecha que la cultura Pirahã ha impuesto ciertos moldes a su lengua y a su patrón cognitivo. Lo que Everett pone en duda es la teoría de Chomsky, no la inteligencia o la humanidad de los Pirahã. Eso corre más bien a cargo de Reynoso, que entiende que si de verdad los Pirahã no conocen la recursividad o no cuentan hasta diez entonces es que “los Pirahã (cognitivamente hablando) probaron estar en un nivel de agudeza mental inferior al de los macacos, los loros, mi perro Haru y hasta (documentadamente) los pollos recién salidos del cascarón”. Y es Reynoso, después de decir eso, quien se escandaliza de que Everett no haya recibido de los antropólogos más que algunas críticas “tibias”. Los perspectivistas, dice él, sean Viveiros de Castro, Descola o Stolze, debían haber tomado cartas en el asunto aunque sus campos de estudio estuviesen a cierta distancia de los Mura Pirahã. Si el señor Reynoso leyese todo lo que cita en sus demoliciones, podría haber increpado directamente a Marco Antonio Gonçalves, autor de un libro sobre los Pirahã, y de una de las críticas tibias incluidas en el artículo de Current Anthropology. Gonçalves -como Surrallès pocas páginas después- desmiente una dimensión de lo que dice Everett, demasiado ocupado en enumerar lo que los Pirahã no tienen como para fijarse lo bastante en lo que tienen, quizás porque use, como quiere Reynoso, conceptos de mito o de arte definidos. Merced a conceptos más vagos, Gonçalves es capaz de describir una organización social y un pensamiento muy complejos y originales aunque, ay, realmente muy exóticos. Los Pirahã aparecen allí como gente efectivamente muy fuera de nuestros standards, y poquísimo interesada en la mayor parte de las cosas que nos parecen indispensables. Como sería previsible, tienen su modo de vida y su lengua en alta estima (“cabeza derecha”, la llaman, dice Everett), y consideran bárbaras y enrevesadas las lenguas (“cabeza torcida”) de todos esos extranjeros que saben contar hasta diez pero son incapaces de sostenerse en una canoa o trepar a un árbol. Pero Reynoso quiere que alguien salga a la liza para demostrar que ellos tienen precisamente eso que no les gusta, una “cabeza torcida” como la nuestra. O para exigir que se les beneficie con una red eléctrica que, claro, no pueden dejar de estar deseando por mucho que disimulen. Una antropología correcta debe alcanzar, así, para entender que pueblos diferentes usen sombreros diferentes, que celebren su día de descanso el viernes, el sábado o el domingo y prefieran el asado o el cocido. Un mundo plural. Si van más allá de ese margen prudente de diferencia y se empeñan en ser inaccesibles a la gramática generativa o al sistema decimal (o, ya puestos, a la alfabetización o al desarrollo), eso los pone en una categoría prácticamente subhumana. Como estaría mal decir eso, es mejor acusar a los otros de que los están exotizando.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)